La crisis social que se expande en España no proviene de un desplome económico, sino de algo más sutil y más corrosivo: la desconexión entre los buenos datos macroeconómicos y la economía real de las familias. En un país donde el Gobierno exhibe cifras positivas (crecimiento del PIB, empleo récord, inflación moderada) la ciudadanía vive una realidad paralela marcada por precios altos, salarios estancados y un poder adquisitivo que no se recupera. Esta brecha entre macroeconomía y vida cotidiana se ha convertido en un problema político estructural, con impacto directo en la confianza institucional, en el voto y en la estabilidad del país.
“Milagro macroeconómico” que no llega al supermercado
Los indicadores económicos hablan de recuperación. Sin embargo, el escenario cotidiano es otro. El precio de la cesta de la compra, el coste de la vivienda y el incremento del endeudamiento de los hogares revelan un país donde las familias viven peor pese a las buenas estadísticas.
Esta asimetría económica erosiona la credibilidad del discurso oficial. La narrativa del “crecimiento sólido” choca con experiencias diarias como el encarecimiento de la alimentación, el transporte o la energía. Y en política, cuando el dato técnico contradice la percepción social, siempre gana la percepción.
Economía real como detonante electoral
La desconexión entre macroeconomía y bienestar se ha convertido en una de las palancas de cambio político más determinantes. Estudios recientes muestran que el voto no responde tanto al PIB como a la sensación subjetiva de empeoramiento económico.
Esto explica que, en un contexto de buenas cifras nacionales, los partidos que capitalizan el malestar, desde el PP hasta formaciones populistas de ambos extremos, hayan encontrado terreno fértil para crecer. La “crisis del bolsillo” actúa como una fuerza centrífuga que debilita al Gobierno, cuestiona su relato y alimenta una sensación de que “las cosas no funcionan”, independientemente de lo que diga el boletín del Banco de España.
La raíz del problema
La clave del descontento no es solo la inflación, sino la inflación persistente en bienes esenciales y la incapacidad de los salarios para seguirle el ritmo. Aunque el IPC se haya moderado, la subida acumulada desde 2021 sigue siendo asfixiante para los hogares.
La inflación de alimentos, la inflación inmobiliaria y el coste de la vida han generado un nuevo tipo de desigualdad: la de quienes trabajan, pero no llegan. Esta “clase trabajadora empobrecida”, cada vez más numerosa, es ahora uno de los grupos sociales más volátiles electoralmente.
El impacto político de la crisis social también se manifiesta en el territorio. Las comunidades con salarios más bajos y menor inversión pública han sufrido un deterioro más profundo del poder adquisitivo. Esta desigualdad territorial, combinada con la falta de expectativas de mejora, se ha convertido en una fábrica de desafección política y voto emocional.
La llamada fatiga económica, esto es, la percepción de que se trabaja más para vivir peor, es hoy un indicador mucho más relevante que cualquier gráfico macroeconómico a ojos del votante.
España está entrando en una fase donde la economía del día a día pesa más que las promesas programáticas. El gobierno se enfrenta a un desgaste constante por la incapacidad de trasladar el crecimiento macroeconómico al bolsillo ciudadano. Y la oposición encuentra una autopista narrativa que exige pocos matices: “los datos son buenos, pero tu vida no”.