El derecho a la libertad de conciencia en el aborto: entre la protección profesional y el riesgo de señalamiento

La solución pasa por contratar suficientes profesionales no objetores, normalizar el aborto como prestación sanitaria en la red pública, proteger estrictamente la confidencialidad de los datos de objetores, sancionar cualquier discriminación laboral

16 de Octubre de 2025
Actualizado a la 13:28h
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El derecho a la libertad de conciencia en el aborto: entre la protección profesional y el riesgo de señalamiento

La objeción de conciencia en materia de interrupción voluntaria del embarazo representa uno de los debates más complejos en la intersección entre derechos fundamentales: el derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo y el derecho de los profesionales sanitarios a no actuar contra sus convicciones morales más profundas. En España, este debate ha alcanzado un punto álgido con la obligación legal de crear registros autonómicos de objetores, una medida que, aunque diseñada para garantizar la prestación del servicio, ha despertado fundadas preocupaciones sobre la protección efectiva de la libertad de conciencia de los médicos.
 

El marco legal: garantías formales frente a temores reales
La Ley Orgánica 1/2023, que modificó la legislación anterior, establece con claridad que el registro de profesionales objetores no es público. Este es un detalle crucial que a menudo se pierde en la polémica política: no se trata de listas publicadas en boletines oficiales ni accesibles a la ciudadanía general, sino de registros administrativos internos, de carácter confidencial, cuya única finalidad es permitir a las autoridades sanitarias organizar los servicios y garantizar que siempre haya profesionales disponibles para practicar abortos.
La legislación incorpora múltiples capas de protección. Los datos están amparados por el Reglamento General de Protección de Datos europeo, que considera las convicciones morales y religiosas como categorías especiales de datos personales, sujetas al máximo nivel de confidencialidad. El acceso está estrictamente limitado a directores de centros sanitarios y responsables de recursos humanos, exclusivamente para fines de planificación asistencial. La ley prohíbe expresamente registrar o exigir los motivos de la objeción y establece garantías explícitas contra la discriminación o represalia hacia quienes ejercen este derecho.
Además, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 151/2014 sobre el registro de Navarra, validó constitucionalmente estos registros siempre que mantengan su finalidad exclusivamente organizativa y preserven la confidencialidad absoluta de los datos.
 

El problema real: el efecto disuasorio y la estigmatización
Sin embargo, la existencia misma del registro, aunque confidencial, genera un dilema ético y práctico. El magistrado Andrés Ollero, en su voto particular a la sentencia del Tribunal Constitucional, identificó el núcleo del problema: cualquier registro de objetores, por protegido que esté legalmente, crea un “fundado temor” en los profesionales a sufrir discriminación en su carrera. Como evidencia, señaló que tras cuatro años de funcionamiento del registro navarro, apenas uno o tres profesionales se habían inscrito, a pesar de la objeción masiva existente, lo que demostraba el “profundo efecto desalentador y disuasorio de la medida”.
Esta preocupación no es abstracta. Diversos profesionales sanitarios han denunciado que el registro puede convertirse en una herramienta de señalamiento que limite sus oportunidades laborales y de desarrollo profesional. El ginecólogo Juan Acosta calificó la medida como “absolutamente totalitaria, encaminada a discriminar a los profesionales que se manifiesten como objetores”. Algunos médicos temen que la organización de los servicios sanitarios se modifique en función de la ideología de los profesionales, marginando a quienes objetan.
El Comité de Bioética de España, en 2022, cuestionó si tiene sentido implantar un registro cuando su efectividad puede estar limitada y puede entrañar un riesgo de violación del derecho a la libertad ideológica de los objetores. Esta tensión entre eficacia organizativa y protección de derechos fundamentales es el corazón del debate y podrían adoptarse otro tipo de medidas para solucionar el problema burocrático y de gestión, para así hacer efectivo el derecho de las mujeres a interrumpir voluntariamente su embarazo, dentro de los criterios establecidos por la ley. 

La polémica de Ayuso: confundir el debate para polarizarlo
En este contexto, las declaraciones de Isabel Díaz Ayuso han añadido una capa adicional de confusión al debate. La presidenta de la Comunidad de Madrid, en su respuesta al requerimiento del Gobierno central para crear el registro, ha rechazado categóricamente lo que califica como “listas negras” de médicos, llegando a espetarle a la oposición: “¡Váyanse a otro lado a abortar!”.
Pero Ayuso ha cometido un error deliberado o inadvertido que merece señalarse: ha mezclado dos realidades completamente distintas sobre el aborto, y por lo importante que es, quiero detenerme en ello. En su defensa de la objeción de conciencia, la presidenta madrileña ha revelado haber sufrido “dos veces el drama del aborto” y la pérdida de dos bebés, refiriéndose claramente a abortos espontáneos, pérdidas gestacionales en embarazos deseados que causan un dolor profundo y merecen toda la empatía.
Sin embargo, el debate actual no trata sobre abortos espontáneos o pérdidas gestacionales, sino sobre la interrupción voluntaria del embarazo, una decisión consciente de una mujer que no desea continuar con una gestación. Como le recordó la portavoz de Más Madrid, Manuela Bergerot: “Comprendo su dolor, el de una mujer que sufre un aborto en un embarazo deseado, pero le pido a usted que empatice con las mujeres que quieren abortar, que quieren tener el derecho a un aborto seguro, sin trabas”.
Confundir deliberadamente ambas situaciones en el discurso político es irresponsable. El dolor de una pérdida gestacional no deseada y el derecho a interrumpir un embarazo no deseado son dos realidades que requieren respuestas distintas: una necesita acompañamiento emocional y sanitario; la otra, garantías legales y acceso efectivo. Mezclarlas solo añade confusión emocional a un debate que debe basarse en derechos, evidencia y respeto mutuo.

Defender ambos derechos sin falsos dilemas
Es posible, y necesario, defender simultáneamente el derecho al aborto y el derecho a la objeción de conciencia. Ambos son derechos fundamentales que no deben entrar en colisión si se aplican correctamente.
El derecho al aborto es un derecho sanitario y de autonomía corporal que debe garantizarse en la red pública de salud, sin obstáculos territoriales ni económicos. Los datos son contundentes: en 2024 se practicaron 106.172 interrupciones voluntarias del embarazo en España, pero el 78,74% se realizaron en centros privados. En Madrid, de más de 162.000 abortos en los últimos diez años, apenas 177 se realizaron en hospitales públicos. Esta externalización masiva genera desigualdades inaceptables y obliga a muchas mujeres a pagar por un derecho que debería ser gratuito.
El derecho a la objeción de conciencia es igualmente fundamental. Nadie debe ser obligado a realizar un acto que considere moralmente inaceptable según sus convicciones más profundas. La Organización Médica Colegial ha defendido reiteradamente que la objeción de conciencia es “un derecho constitucional y deontológico”. Los profesionales sanitarios no pierden sus derechos fundamentales al ejercer su profesión.
La clave está en el equilibrio: garantizar que siempre haya profesionales disponibles para practicar abortos, sin forzar a nadie a actuar contra su conciencia. El registro, si se mantiene estrictamente confidencial, con acceso limitado y sin consecuencias negativas para los objetores, puede ser una herramienta legítima para este fin. El problema surge cuando la protección formal de la ley no se traduce en protección efectiva en la práctica, o cuando la existencia del registro disuade a profesionales de ejercer legítimamente su derecho por temor a represalias futuras. ¿Por qué no se hace un listado en positivo, es decir, de aquellos que sí están dispuestos a practicar abortos, sin que por ello se tenga que dar por hecho que los que no se apuntan, sean objetores?


La responsabilidad compartida: ni banalización ni criminalización
Defender el derecho al aborto no implica celebrarlo ni trivializarlo. El aborto es un derecho, pero también un procedimiento médico que ninguna mujer desea tener que ejercer. Como bien señaló la ministra Mónica García al presentar los datos de 2024, casi la mitad de las mujeres que abortaron (49,14%) no habían empleado ningún método anticonceptivo. Esto evidencia un fracaso colectivo en políticas de educación sexual, acceso a anticonceptivos y prevención.
Hay que decirlo con claridad: utilizar el aborto como método anticonceptivo habitual es una irresponsabilidad sanitaria y personal. Los estudios muestran que entre el 4 y el 6% de las mujeres que abortan ya habían tenido una interrupción voluntaria del embarazo previa. Aunque este porcentaje no es mayoritario, refleja casos en los que no se adoptaron medidas anticonceptivas efectivas tras el primer aborto. La gratuidad de anticonceptivos de larga duración, la educación sexual integral y el acceso temprano a métodos eficaces deben ser prioridades absolutas.
Tampoco es aceptable banalizar o presumir del aborto en redes sociales como si fuera un acto trivial o una reivindicación identitaria. El aborto es un derecho que debe ejercerse con seriedad, información y acompañamiento sanitario adecuado. La trivialización del aborto en ciertos discursos no ayuda a normalizarlo como derecho sanitario; al contrario, alimenta la polarización y dificulta el respeto mutuo entre posiciones legítimamente diferentes.
Al mismo tiempo, criminalizar o estigmatizar a las mujeres que abortan es igualmente inaceptable. Las mujeres que interrumpen un embarazo lo hacen por razones profundamente personales que merecen respeto. Nadie debería ser juzgado, señalado o acosado por ejercer un derecho legal.
 

Conclusión: proteger la libertad de conciencia sin vulnerar derechos
La legislación española establece un marco legal que, en papel, protege adecuadamente la confidencialidad de los profesionales objetores mediante registros administrativos no públicos, con acceso restringido y garantías contra la discriminación. Sin embargo, la efectividad práctica de estas protecciones depende de su aplicación rigurosa y de que no se genere un clima de señalamiento o estigmatización profesional.
Los profesionales sanitarios que objetan por motivos de conciencia tienen derecho al anonimato frente al público general, pero no frente a las autoridades sanitarias responsables de organizar los servicios, lo cual es razonable y necesario aunque podría ser mejorable. El desafío está en garantizar que esta información interna no se convierta en una herramienta de discriminación laboral, algo que la ley prohíbe pero que la práctica puede permitir si no hay vigilancia estricta.
El debate debe centrarse en cómo garantizar ambos derechos sin falsos dilemas ni confusiones interesadas. Confundir abortos espontáneos con abortos voluntarios, como ha hecho Ayuso, o presentar los registros confidenciales como “listas negras” públicas, no ayuda a resolver el problema real: cómo organizar un sistema sanitario público que garantice el acceso efectivo al aborto sin obligar a nadie a actuar contra su conciencia.
La solución pasa por contratar suficientes profesionales no objetores, normalizar el aborto como prestación sanitaria en la red pública, proteger estrictamente la confidencialidad de los datos de objetores, sancionar cualquier discriminación laboral y, paralelamente, invertir en educación sexual y acceso gratuito a anticonceptivos para reducir los embarazos no deseados. Solo así se respetarán todos los derechos en juego: el de las mujeres a decidir, el de los profesionales a objetar y el de toda la sociedad a una sanidad pública de calidad, equitativa y basada en derechos fundamentales.

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