DANA de Valencia: la extrema derecha pretendió la privatización ideológica de la solidaridad

Las diferentes formaciones y movimientos de extrema derecha aprovecharon la tragedia que costó la vida a más de 230 personas para captar adeptos por las grietas institucionales que se generaron en un escenario de emergencia

28 de Octubre de 2025
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Pintadas neonazis en la sede de EUPV de Paiporta, donde se ha registrado una explosión de odio tras la dana.
Pintadas neonazis en la sede de EUPV de Paiporta, donde se ha registrado una explosión de odio tras la dana.

Cuando hace un año las lluvias torrenciales arrasaron la provincia Valencia, dejando barrios anegados y una infraestructura colapsada, el país volvió a enfrentarse a una doble crisis: una humana y otra política. En cuestión de horas, las imágenes de calles convertidas en ríos se transformaron en materia prima para una batalla ideológica donde los movimientos de extrema derecha encontraron la oportunidad para erosionar la confianza en las instituciones democráticas.

La Depresión Aislada en Niveles Altos (DANA) no solo desbordó ríos: desbordó también las redes sociales y las aplicaciones de mensajería instantánea con un torrente de mensajes que iban desde la denuncia legítima hasta la manipulación emocional.

La frase “solo el pueblo salva al pueblo”, repetida como un mantra por cuentas y personajes vinculados a la ultraderecha, se convirtió en el eslogan de una narrativa que buscó desplazar la idea de Estado, minar la legitimidad de los poderes públicos y reforzar la imagen de un pueblo abandonado frente a una élite política supuestamente indiferente.

El falso abandono, metáfora populista

La extrema derecha europea lleva años afinando un mismo libreto: cada desastre, ya sea natural, económico o institucional, se convierte en prueba de que el Estado “ha fallado” y que sólo la acción espontánea del “pueblo auténtico” puede ofrecer redención. En España, el fenómeno no es distinto. Tras la DANA, figuras y grupos ultras promovieron campañas de “autoorganización vecinal” con una retórica deliberadamente ambigua: en apariencia solidaria, pero con un fondo profundamente político.

Bajo esa lógica, la ayuda mutua deja de ser un valor cívico para transformarse en un arma contra la democracia. Los vídeos de vecinos rescatando coches o distribuyendo comida se reinterpretaron como evidencia de un “pueblo que no necesita a los políticos”, reforzando el relato de una ciudadanía virtuosa frente a una clase dirigente corrupta, ineficaz o directamente enemiga.

La manipulación del “solo el pueblo salva al pueblo”

La frase, con ecos de la izquierda latinoamericana de los años setenta, fue resignificada por la extrema derecha española para articular un mensaje antiinstitucional. Al emplearla, los nuevos populismos ultras buscan revestirse de autenticidad popular y romper el eje tradicional entre Estado y ciudadanía.

Sin embargo, el contenido es falaz: la democracia liberal, con todos sus errores y fallos, no se basa en la sustitución del Estado por la comunidad, sino en su articulación a través de leyes, responsabilidades y mecanismos de rendición de cuentas.

El problema no es la ayuda vecinal, sino su instrumentalización política. Al convertir la solidaridad espontánea en prueba del “fracaso del sistema”, los movimientos de extrema derecha minan la confianza en la democracia, alimentan la desafección y abren la puerta a proyectos autoritarios bajo la apariencia de una regeneración moral.

Capitalizar el dolor y la tragedia

El comportamiento de la extrema derecha durante la DANA de Valencia marca un punto de inflexión respecto a su actuación en crisis anteriores. En cada episodio, su estrategia se adapta a las circunstancias, pero conserva un objetivo constante: erosionar la credibilidad del Estado y apropiarse de la narrativa emocional del sufrimiento colectivo.

Durante la pandemia de la COVID-19, el discurso ultraderechista giró en torno a la idea de la incompetencia gubernamental, pero aún reconocía, aunque de manera crítica, la centralidad del Estado. El ataque se concentró en los gestores, no en la institución misma. El lema entonces era “el gobierno nos encierra”, no “el Estado no sirve”. Había indignación, pero no una sustitución simbólica del aparato público por la comunidad.

En el año 2022, durante los trágicos incendios de Galicia y Zamora, la estrategia dio un giro: los movimientos de extrema derecha comenzaron a acusar al Estado de “abandonar” al medio rural, presentando a las comunidades locales como víctimas de un centralismo urbano y ecologista.

El mensaje ya no era solo contra un Gobierno concreto, sino contra todo un sistema político y burocrático “alejado del pueblo”. La idea de la autogestión y la desconfianza institucional comenzaron a consolidarse.

Durante las erupciones volcánicas de La Palma, el tono fue distinto. En un contexto de solidaridad nacional, los movimientos ultras optaron por capitalizar la empatía social, presentándose como defensores del “pueblo olvidado” frente a la lentitud administrativa. A diferencia de la pandemia, el Estado fue retratado no como represor, sino como ausente.

La DANA de Valencia representa la síntesis de todas esas estrategias. Ya no se trató solo de denunciar incompetencia ni de reclamar compensaciones: se buscó sustituir simbólicamente al Estado por el pueblo, bajo un discurso de autoorganización que es, en realidad, una forma de privatización ideológica de la solidaridad.

El uso de la expresión “solo el pueblo salva al pueblo” cristaliza este salto cualitativo de cómo la extrema derecha se apropia de un lenguaje comunitario que tradicionalmente pertenecía a la izquierda, pero lo vacía de su sentido emancipador para rellenarlo con desconfianza y resentimiento.

El caos como oportunidad

El contexto amplifica el riesgo. En un país donde los efectos del cambio climático se hacen cada vez más visibles, donde los servicios públicos se han visto tensionados por años de recortes y polarización política, cada catástrofe se convierte en terreno fértil para el resentimiento.

La narrativa de la “élite desconectada” frente al “pueblo abandonado” encuentra así un auditorio receptivo, especialmente entre los jóvenes afectados por la precariedad y los barrios donde la ayuda institucional tarda en llegar o, directamente, no llega.

Los movimientos ultras aprovechan ese vacío para desplegar una forma de política emocional: rápida, visual, y esencialmente desinformativa. La DANA fue utilizada para difundir bulos sobre la supuesta inacción de las autoridades regionales, exagerar la lentitud de los servicios de emergencia y contraponerla a una “eficiencia popular” improvisada. El resultado no es más cohesión social, sino una fractura más profunda entre el ciudadano y el Estado.

Catástrofe absoluta

La manipulación del sufrimiento colectivo tiene efectos duraderos. Cada vez que una crisis se convierte en herramienta de propaganda, la democracia pierde un poco de su legitimidad emocional: deja de ser un pacto de confianza para transformarse en un campo de sospecha. La extrema derecha lo sabe y explota el caos como capital político.

Frente a ello, el reto para las instituciones democráticas no es solo técnico, sino también narrativo. El Estado debe recuperar el monopolio de la confianza, demostrar que la protección civil no es una dádiva sino un derecho, y que la solidaridad no necesita enemigos para existir.

La DANA, en ese sentido, fue una tormenta política que reveló las grietas por donde se filtra el populismo. Y como toda tormenta, dejó al descubierto no solo los tejados rotos, sino también las fragilidades de un país que aún debe aprender a proteger su democracia de quienes, en nombre del pueblo, buscan apropiarse de su voz.

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