Donald Trump figura en todas las quinielas de favoritos para ganar el premio Nobel de la Paz. Las especulaciones sobre los posibles galardonados se han disparado en las últimas horas. Y, aunque parezca un mal sueño, una broma macabra, una película distópica, sí, Trump puede ganar. ¿Cómo puede ser que aspire a ese galardón un tipo zafio y violento que ha amenazado con invadir Groenlandia, que se jacta de ser capaz de salir a pegar tiros por la Quinta Avenida y aún así ganar las elecciones, que ha desatado una auténtica caza racista contra el inmigrante en su país? Alguien que ha anunciado recortes al programa de alimentos y medicinas de la ONU y de la OMS que llevará a la muerte de millones de personas en el Tercer Mundo. No se entiende. Si este personaje caricaturesco y siniestro se alza con el premio habrá que recoger firmas para que cierren el Nobel, un certamen cada año más desprestigiado. Ya no tendría ningún sentido.
Se cuenta que, en su testamento definitivo, el industrial sueco Alfred Nobel especificó claramente que prácticamente toda su fortuna (31 millones de coronas suecas) debía destinarse a fundar un gran premio internacional para quienes llevasen a cabo “el mayor beneficio a la humanidad” en los campos de la Física, la Química, la Fisiología, la Medicina, la Literatura y la Paz. ¿Qué ha hecho el matón del tupé rubio para hacerse acreedor a tan preciado galardón ideado por un filántropo que decidió contribuir al bien planetario, a promover el bienestar de la sociedad y de la comunidad, sin esperar nada a cambio? Trump es la antítesis del Premio Nobel de la Paz. Es egoísta y cruel, macarra y prepotente. No le tiembla el pulso cuando tiene que apretar un botón y lanzar un misil contra una barcaza venezolana, volando el buque y de paso el Derecho internacional. Encarna lo peor del ser humano.
En las últimas horas se ha sabido que el lobby judío está presionando con fuerza para que el líder de Estados Unidos salga ganador. Gente muy influyente que financia el premio. Algo huele mal no en Dinamarca, sino en Estocolmo. Un hedor a tongazo que tira para atrás. Trump lleva tiempo aspirando al galardón y lo desea más que otra cosa en el mundo. Más que un beso de Melania (ella se lo niega en público porque detesta al baboso machirulo que tiene por marido), más que su opulento rascacielos de Nueva York, más que su cuenta corriente con diez ceros. Más que todo en la Tierra. Lo anhela para colocarlo encima de la chimenea, entre sus trofeos de golf comprados a tocateja y la cabeza de un bisonte. Sin embargo, hay cosas que no se pueden comprar con dinero, entre ellas un hueco en la historia como personaje crucial de la cultura occidental. Darle esta victoria sería un contrasentido, no es más que un patán ridículo e inculto que no ha leído un solo libro en su vida.
Hay quien cree que hay que regalárselo para que nos deje en paz de una vez. Es el caso del presidente francés, Emmanuel Macron, que le ha retado en su carrera: “Si lo quiere [el Nobel], que acabe con la guerra en Gaza”. Es astuto el premier. Sabe que de la fatua vanidad de Trump depende que no mueran más niños en Palestina. Y el ególatra narcisista ha mordido el anzuelo. En las últimas horas, al magnate norteamericano le han entrado las prisas, la fiebre por la titulitis, y ha conseguido pacificar la Franja durante tres días. Sabía que, si no firmaba la tregua entre judíos y árabes, perdería su codiciado premio. Misión cumplida. Cientos de gazatíes engañados salieron ayer a la calle a celebrar la paz por todo lo alto. Producía una mezcla de alegría y al mismo tiempo de tristeza comprobar cómo Washington y Tel Aviv están jugando con toda esa gente traumatizada por el genocidio. La paz siempre es frágil y más en Gaza. Durará lo que dure la ceremonia de entrega de premios en los deslumbrantes salones de oro de la Academia Sueca, entre copas de champán y canapés. Trump no se pone el esmoquin si no saca tajada. Y si no le dan la corona de laurel, pobres palestinos. Lo que se les viene encima puede ser aún más terrible que lo que han vivido en los últimos años. Si el Tío Gilito no se alza con el medallón de oro de 18 quilates con la efigie de don Alfred, es muy probable que monte en cólera, que rompa la tregua y dé vía a libre a Netanyahu para que termine la limpieza étnica, “el trabajo”, como dice el carnicero de Gaza.
Por otra parte, a nadie le extrañe que gane y que al día siguiente Israel siga masacrando al pueblo gazatí. El presidente de MAGA no es un tipo de fiar. Hoy dice blanco y mañana negro, hoy es superamigo de Putin y mañana lo odia, según el resacón con el que se levante en su mansión de Florida. Todo esto del acuerdo de paz (en realidad una imposición a los palestinos) no es más que un paripé, un teatrillo macabro para que al inquilino de la Casa Blanca le concedan la preciada medalla de oro, el diploma y el dinero (la pasta le da igual, le salen dólares por las orejas). Y todavía tiene el cuajo de decir que le van a negar el triunfo porque la comunidad internacional, el mundo woke, le tiene manía. Ni de coña, este premio está más amañado que un combate de pressing catch, su gran pasatiempo como aficionado, quizá porque es el único que entiende su mente unineuronal.
Entre tanto, entre los nombres que suenan para ganar el certamen, se ha colado el del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez. El líder socialista no tiene un lobby sionista poderoso empujando su candidatura. Y tampoco es Mandela, ni Rigoberta Menchú. Pero al menos sería un ganador bastante más decente que el capo de la mafia neoyorquina. Ánimo, Pedro.