La Fiscalía estudia las declaraciones del obispo sobre las terapias de conversión mientras el episcopado mira hacia otro lado y el Gobierno reclama respeto a la ley.
La reacción del obispo José Ignacio Munilla, reclamando sin disimulo un papel “pastoral” que en la práctica avalaría las terapias de conversión, ha devuelto a la agenda un asunto que la mayoría de países europeos consideran ya superado desde hace años. Lo que para la legislación vigente supone un atentado contra la integridad moral, para un sector de la jerarquía católica es, aún hoy, un terreno que se resisten a abandonar. La Fiscalía ha iniciado diligencias para examinar sus declaraciones, en un paso que en otros momentos habría generado consenso institucional. Ya no es el caso: la derecha que gobierna en varias comunidades prefiere insinuar exageraciones antes que asumir el coste de desautorizar a uno de sus referentes culturales más activos.
Mientras tanto, el resto de la sociedad asiste a un episodio que revela más de lo que parece: la disputa no es religiosa, sino política. Y afecta directamente al modelo de convivencia que sostiene el Estado de derecho.
El intento de abrir una grieta en la ley
Las normas que protegen a las personas LGTBI frente a prácticas consideradas degradantes no se aprobaron para incomodar a ninguna confesión religiosa; nacieron para frenar daños psíquicos y físicos acreditados por décadas de estudios clínicos. Por eso sorprende que un obispo intente colocar de nuevo el debate en el terreno de la supuesta “libertad pastoral”, como si se tratara de un malentendido reglamentario.
Munilla no plantea una discusión teológica, sino un desafío jurídico. Detrás de su discurso late una idea que ya ensayó en otras ocasiones: que la Iglesia debe conservar espacios donde la ley civil quede en suspenso. Esa pretensión, formulada con un lenguaje amable pero inequívoco, busca reinstalar un privilegio que la democracia ha ido desmontando con mucha paciencia.
El problema no es solo su afirmación sobre las “ayudas” espirituales para orientar la sexualidad —eufemismo que la jurisprudencia ya desactivó hace tiempo—, sino la pretensión de presentarse como víctima de una persecución inexistente. La jerarquía sabe que en España no hay ningún proceso penal abierto por creencias religiosas; lo que sí existe es una legislación que protege a quienes durante décadas fueron sometidos a prácticas que hoy se consideran incompatibles con la dignidad humana.
La incomodidad del PP ante un aliado incómodo
La derecha institucional vive esta polémica con evidente incomodidad. El PP intenta evitar que el debate se sitúe en el punto que realmente importa: la defensa de derechos fundamentales frente a discursos que cuestionan su legitimidad. De ahí la estrategia de minimizar las palabras del obispo, reducirlo a un “malentendido” o trasladar el foco hacia un supuesto exceso del Gobierno.
Esa reacción no responde a convicciones jurídicas, sino a un cálculo político cada vez más evidente: buena parte del ecosistema cultural conservador —medios afines, asociaciones religiosas y plataformas que orbitan alrededor de la ultraderecha— se ha convertido en un aliado táctico. Desautorizar a Munilla supondría romper un equilibrio que el PP considera útil en esta etapa de polarización permanente.
Pero el precio de ese silencio es alto. Un partido que aspira a gobernar un país moderno no puede mirar hacia otro lado cuando se cuestiona la legalidad vigente. La tibieza en este asunto coincide, además, con la tensión que la derecha cultural alimenta en torno a derechos consolidados como el aborto, la educación afectivo-sexual o la coeducación. Cada silencio envalentona al siguiente gesto.
La Iglesia entre dos tiempos
Conviene no confundir al episcopado con la voz de este obispo. Una parte importante de la Iglesia católica española —parroquias, movimientos sociales, organizaciones de apoyo migrante, voluntariado— vive alejada de estas cruzadas culturales. Pero esa mayoría discreta queda eclipsada por figuras que, como Munilla, optan por el activismo, más cercano al combate político que a la realidad pastoral de sus diócesis.
La cuestión de fondo es simple: ningún derecho fundamental queda condicionado a la aprobación moral de una institución religiosa. Y ninguna creencia da cobertura a prácticas que buscan corregir la identidad o la orientación de una persona. La legislación española, como la de la mayoría de democracias avanzadas, protege la autonomía individual frente a cualquier intento de disciplinarla bajo el argumento de una supuesta salvación espiritual.
La Fiscalía, en este caso, actúa con el rigor que exige su función: verificar si las palabras del obispo pueden suponer una incitación a prácticas prohibidas. El proceso será técnico y lento, como corresponde. Lo llamativo es que haya sido necesario activarlo por una afirmación que, en otros tiempos, habría merecido solo indiferencia.
Una sociedad que ya no retrocede
El episodio revela, en último término, la distancia entre ciertos discursos y la realidad social. No hay indicios de que la ciudadanía esté dispuesta a revisar derechos civiles que se consideran ya una conquista generacional. Cada vez que la ultraderecha religiosa intenta reabrir estos debates, el efecto suele ser el contrario al que persigue: cohesiona a amplios sectores sociales que no aceptan retrocesos.
España no está discutiendo de teología; está actualizando sus límites democráticos. La pregunta no es si un obispo puede predicar según sus convicciones —por supuesto que puede—, sino hasta qué punto pretende convertir esas convicciones en una excepción legal. Ese es el eje del debate, y ahí conviene no perderse: la democracia se sostiene en la igualdad jurídica, no en la tolerancia a privilegios encubiertos. Y cada vez que algún actor intenta ensanchar la zona gris entre ambas, deja claro que el país ha avanzado más que quienes desearían devolverlo a un territorio que la sociedad dejó atrás hace tiempo.