El Partido Popular ha decidido leer el goteo de denuncias por acoso en el PSOE no como un problema que interpela a toda la política institucional, sino como una oportunidad táctica. Alberto Núñez Feijóo ha ordenado exprimir el momento con una estrategia de desgaste dirigida, sobre todo, contra María Jesús Montero. El resultado no es una defensa más exigente de las mujeres, sino un uso instrumental de su vulnerabilidad.
La ofensiva diseñada en Génova no se construye sobre propuestas ni sobre estándares más elevados, sino sobre una lógica conocida: convertir la excepción ajena en identidad del adversario. El discurso del PP presenta los casos de acoso en el PSOE como prueba de una supuesta impostura moral, mientras reduce el fenómeno a una cuestión de credibilidad partidaria. No hay reflexión sobre el poder, las jerarquías o los silencios que permiten estas conductas. Solo cálculo.
Feijóo ha encontrado en este terreno un filón más rentable que la corrupción, según admiten fuentes de su propio partido. No es casual. Las violencias machistas erosionan reputaciones de forma más inmediata, generan rechazo transversal y permiten un relato simplificado: quienes se dicen defensores de la igualdad no lo son. El marco es eficaz, pero también profundamente tramposo.
El doble rasero como método
El PP sostiene que “casos hay en todos los partidos”, pero acto seguido levanta una frontera moral nítida entre su protocolo interno y la actuación del PSOE. La afirmación exige, como mínimo, contexto. El Partido Popular ha gestionado durante años denuncias por comportamientos machistas con silencios prolongados, bajas temporales y soluciones administrativas que rara vez pasaron por una asunción clara de responsabilidades políticas. El ejemplo del alcalde de Algeciras no es una anécdota incómoda, sino un recordatorio reciente de esa cultura defensiva.
Sin embargo, Feijóo ha optado por un relato de superioridad ética basado en la existencia de una Oficina de Compliance y un código interno. El problema no es la existencia del protocolo sino la ausencia de datos públicos sobre su aplicación real: cuántas denuncias, cuántos expedientes, cuántas sanciones. Transparencia cero, retórica máxima.
El uso del término “me too del PSOE” revela hasta qué punto Génova ha decidido banalizar un movimiento global contra las violencias sexuales para convertirlo en eslogan de confrontación. Equiparar un proceso social de denuncia colectiva con una cadena de crisis internas en un partido rival no solo es conceptualmente pobre; es una forma de despolitizar el problema y devolverlo al terreno del escándalo episódico.
La insistencia del PP en que el PSOE “no puede dar lecciones” esconde una premisa inquietante: que la lucha contra el acoso es una competición de coherencia entre siglas, no una obligación estructural del poder público. Bajo ese prisma, lo relevante no es proteger a las víctimas ni corregir fallos institucionales, sino ganar la batalla del relato antes de que llegue la campaña andaluza.
Montero como objetivo
La personalización del ataque en María Jesús Montero responde a una lógica electoral clara. Es la candidata más visible, la dirigente con mayor proyección territorial y la que encarna un discurso de políticas públicas con impacto real. Vincular su figura a una supuesta tolerancia con el acoso —aunque no exista relación directa— permite al PP erosionar su perfil sin entrar en debates de fondo sobre gestión o modelo económico.
Feijóo no interpela a Montero como responsable institucional concreta, sino como símbolo a desgastar. La crítica no se dirige a mejorar protocolos ni a reforzar garantías, sino a instalar la sospecha permanente. En ese marco, cualquier matiz —como recordar que también existen vías judiciales o que los partidos no sustituyen a la Justicia— es presentado como coartada.
Mientras el PP agita el discurso de la “hipocresía”, evita deliberadamente una discusión incómoda: cómo se construyen espacios de poder donde el acoso es posible y cómo se corrigen sin revictimizar. Tampoco hay una palabra sobre precariedad laboral, dependencia jerárquica o canales externos de denuncia. El silencio programático es coherente con una estrategia que prefiere el titular al diagnóstico.
La política española necesita menos operaciones de desgaste y más rigor institucional. Convertir el acoso en un arma arrojadiza puede dar réditos a corto plazo, pero empobrece el debate democrático y trivializa una violencia que exige respuestas complejas, no consignas. En ese empobrecimiento, Feijóo no actúa como alternativa de gobierno, sino como gestor de oportunidades coyunturales.