El Gobierno revalorizará las pensiones contributivas un 2,6% el próximo año. Sin duda, en los tiempos que corren, cada año que sube la paga de jubilación es un nuevo milagro, un éxito, la última victoria del maltrecho, agonizante y en horas bajas Estado de bienestar. Con el fascismo posmoderno golpeando fuerte, con Milei en plan estrella del rock y dando conciertos a los engañados de su estúpido movimiento ácrata, con la República francesa y Macron a punto de claudicar a manos de los fascistas de Le Pen, cabe felicitarse de que aquí, en la pequeña España, aún nos quede un reducto, un oasis de socialismo, aunque sea tibio.
La noticia de la revalorización de las pensiones ha provocado el habitual vómito de los bots y algoritmos que Vox controla totalmente en las redes sociales. “Estos boomers cobran demasiado”. “Hay que acabar con las pensiones, nos cuestan un riñón”. “Ayuso, privatízalo todo”. Son algunos de los mitos y mantras que pueden leerse en X, el Gran Hermano totalitario de Elon Musk. Son los cachorros de la extrema derecha agitando el odio contra el Estado de bienestar. Entre ellos hay fascistas declarados y convencidos, convictos y confesos, pero también chicos desinformados, jóvenes de instituto confusos, universitarios perdidos, desnortados y sin confianza en el futuro. Los hijos de Tik Tok. La muchachada que, según las últimas encuestas, prefiere vivir en un Estado dictatorial antes que en una democracia. Ni unos ni otros han entendido que están viviendo en la mejor España posible; desde luego, la mejor en quinientos años de historia.
¿Qué les ha pasado a nuestros chavales para que hayan desarrollado una extraña y delirante gerontofobia? Hablamos de un trastorno colectivo que sufren cada vez más adolescentes. Miedo, rechazo o aversión hacia las personas mayores o hacia el proceso natural de envejecimiento. Aunque puede manifestarse como un temor personal a hacerse viejo, también se refleja en actitudes discriminatorias, despectivas y violentas hacia los ancianos. El mal del odio al diferente siempre ha existido. Generación tras generación, el joven aplasta al viejo como un vendaval de energía y fortaleza. Las ideas antiguas perecen, las novedosas se instauran. El mundo de ayer claudica. Pero ya no se trata del ancestral rechazo al viejo que desde tiempos inmemoriales se ha traducido en desprecio, invisibilización o trato injusto hacia las personas mayores. No se trata del odio al abuelo por inútil, por enfermo o porque es una carga social o para la familia. Se ha abierto paso una especie de racismo contra el boomer simple y llanamente porque tiene la vida solucionada, porque cobra una holgada y cómoda paga del Estado, porque vive mejor que el joven. Porque es un subvencionado y por ahí no.
No caen en la cuenta estos niñatos haters (una parte de la hornada Z, milenials y generación zombi) que gracias a las pensiones que cobran nuestros mayores ellos pudieron estudiar, irse de vacaciones, salir adelante cuando vinieron mal dadas por la crisis económica o la pandemia. Tampoco reparan en que un pensionista o jubilado no es un privilegiado del socialcomunista Sánchez, sino alguien que se ha ganado la seguridad del plácido retiro después de décadas de esfuerzo, batallas, sangre, sudor y lágrimas. La generación nacida entre el 46 y el 64 se merece todo nuestro reconocimiento y respeto, además de las garantías de nuestro sistema público de pensiones porque se lo ha trabajado, porque se lo ha currado, porque son héroes de la supervivencia existencial y laboral (muchos de ellos incluso héroes de la lucha por la libertad que siguen dando ejemplo en primera línea en las manifestaciones contra el genocidio palestino). Gracias a nuestros mayores hoy vivimos en un Estado de derecho. Solo por eso, un respeto, majos.
Hay mucho jovenzuelo nihilista y hormonado, radicalizado y voxizado, que echa pestes de lo bien que viven nuestros jubilados. Quieren acabar con las pensiones porque nos cuesta demasiado a los españoles, porque se creen arrogantes e invencibles superhombres de uno noventa y porque lo dice Santi Abascal, el líder de la raza superior que sueña con colocarnos la mochila austríaca tras echar a los inmigrantes al mar. Más que la violencia que anida en los corazones de estos chicos, más que su absurdo e inexplicable rencor, lo que más le espanta a uno es comprobar cómo esos cerebros han sido vilmente manipulados por la extrema derecha tras décadas de abandono de un sistema educativo en buena medida fracasado. ¿Por qué son así, por qué ya no ayudan a los ancianos a cruzar en un semáforo, porque no les ceden el asiento en el autobús? Se leen cosas terribles por ahí, en los andurriales y vertederos de Internet, cosas como que es preferible dejar morir a nuestros jubilados porque es más rentable y porque es ley de vida. Un holocausto de vejetes.
Ya no se trata de que los ancianos no entiendan a los jóvenes, ni del cíclico y recurrente choque generacional de siempre. Esto es otra cosa, esto es otro tipo de racismo, una xenofobia irracional contra el mayor como la que destilan algunos contra el inmigrante, la feminista, el homosexual o el gordo, al que Trump quiere echar del Ejército. Decía Bernard Shaw que la juventud es una enfermedad que se cura con la edad, pero mucho nos tememos que este mal no tiene cura, que irá a peor, que se contagiará y se extenderá como un virus maligno en el futuro. Un futuro insolidario de viejos encerrados en cutres asilos, sin dignidad ni salario, y una generación de jóvenes exultantes, rubios y arios viviendo la vida loca de Instagram. Una sociedad de púberes mentales bobaliconamente felices y neuróticos ante la idea de la arruga y de la muerte. Un mundo de inmaduros soñadores en busca del elixir de la eterna juventud prometido por los embaucadores y falsos dictadores como Putin. El anciano es un hombre que ya ha comido y observa cómo comen los demás, decía Balzac. El nuevo fascismo era esto.