La Fiscalía rechaza la nulidad de los correos que originaron la investigación sobre Equipo Económico. El proceso continuará. Pero el eje del caso no está solo en la validez jurídica de esas pruebas, sino en el modelo de relación entre poder político y servicios de asesoría fiscal que se consolidó al amparo de la influencia institucional.
Durante los años en los que Cristóbal Montoro ocupó la cartera de Hacienda, se consolidó un ecosistema donde el conocimiento interno de las reglas tributarias, los tiempos de la reforma fiscal y las interpretaciones administrativas se transformaban en un activo económico. Ese activo se comercializaba desde un despacho privado fundado y dirigido por quienes habían participado en la definición de esas mismas políticas públicas. La puerta giratoria no es aquí una metáfora: es el mecanismo de funcionamiento.
El correo intervenido en 2013, en el que un directivo señala que la “vía más directa” para lograr un resultado es “pagar a Equipo Económico”, es importante, pero no por su tono. Lo relevante es la naturalidad con la que se expresa. La frase no se presenta como una irregularidad; se presenta como una regla del juego conocida. Esa normalización es el núcleo del problema. Cuando la interlocución privilegiada con el poder político se convierte en un servicio profesionalizable, el Estado deja de ser un garante neutral y pasa a funcionar con dos velocidades: la de quienes pagan acceso y la de quienes no lo tienen.
No es un asunto de corrupción clásica. No hay sobornos explícitos, ni desaparición de fondos, ni instrucciones directas. Lo que hay es asimetría estructural: acceso anticipado a información relevante, capacidad de interpretación fina de la norma antes de su despliegue y conocimiento de los límites efectivos de la inspección. Esa combinación genera una ventaja competitiva ilegítima en términos de equidad, aunque se mantenga dentro de los márgenes formales de la legalidad.
El caso Montoro sugiere algo más profundo: la construcción deliberada de un espacio donde lo público alimenta lo privado sin necesidad de violar la ley. Esa es la forma de captura institucional más difícil de detectar y de desactivar, porque no depende de un acto aislado, sino de una cultura administrativa. Se consolida a través de relaciones estables, redes de afinidad política, antiguas jerarquías internas que, una vez fuera de la Administración, mantienen su capacidad de intermediación.
La defensa ha centrado sus esfuerzos en cuestionar la cadena de custodia y la validez de los autos judiciales. Ese movimiento no es casual. Cuando el terreno material es difícil de explicar en términos éticos, la vía para evitar el juicio público es desplazar la conversación hacia el procedimiento. Si el caso se reduce a un debate sobre la forma, queda fuera de la agenda lo que realmente importa: si la proximidad al poder se utilizó para crear un servicio de consultoría con acceso preferencial a las decisiones del Ministerio.
Lo que la Fiscalía ha reafirmado es que la investigación puede avanzar. Eso no garantiza resultados penales y es posible que no haya condenas. De hecho, no es extraño que investigaciones vinculadas al diseño fiscal terminen reconociendo zonas grises legales difíciles de traducir en delito. Pero ese no es el indicador decisivo. El indicador decisivo es el daño institucional: la pérdida de confianza en que la Administración tributaria actúa bajo el principio de igualdad.
Cuando una empresa recibe el mensaje de que su posición ante Hacienda puede cambiar en función de qué despacho contrata —y de quién dirige ese despacho— el sistema deja de operar como una estructura pública y pasa a ser un escenario de intermediación privilegiada. El contribuyente común percibe que juega una partida distinta. No es una percepción simbólica. Tiene consecuencias tangibles en la recaudación, en la competencia empresarial y en la propia legitimidad del Estado.
El caso Montoro no se comprenderá correctamente si se interpreta como un episodio más de confrontación judicial. Es la expresión de algo más asentado: un modelo de proximidad entre política y negocio fiscal que ha sobrevivido a cambios de gobierno y a reformas sucesivas. El proceso dirá si hubo delitos. Pero la pregunta relevante es otra: qué pasos deben adoptarse para que la función pública no vuelva a convertirse en una herramienta de ventaja para quienes conocen, o han conocido, los pasillos donde se toma la decisión.