El Gobierno sostiene que la transformación del Valle de Cuelgamuros es una obligación democrática, parte de una política de Estado que no debería admitirse como objeto de negociación partidista. Pero la advertencia de que el proceso podría paralizarse si PP y Vox alcanzan La Moncloa revela una realidad que España arrastra desde hace décadas: hay fuerzas políticas que nunca han asumido del todo que la memoria no es un terreno opinable ni un campo de batalla, sino un mandato legal y moral.
Una disputa que revela las líneas de fractura
El proyecto elegido para resignificar Cuelgamuros no nace para borrar nada, sino para situar por fin el monumento en un marco constitucional que respete a las víctimas y contextualice la dictadura. Sin embargo, las reacciones de la derecha muestran hasta qué punto el pasado sigue funcionando como una herramienta de agitación. Vox lo convierte en ariete identitario: el Valle se transforma en su tótem particular, presentado como si fuese patrimonio propio y no un espacio público marcado por la represión.
El PP, por su parte, evita un rechazo frontal, pero tampoco se atreve a asumir sin ambages que la resignificación es inevitable. Amaga con respetar el proceso mientras abre espacio a que sus aliados de ultraderecha lo cuestionen todo, desde la memoria democrática hasta el más mínimo gesto institucional que pueda interpretarse como reconocimiento a las víctimas de un régimen que todavía es presentado por algunos sectores como una anomalía discutible y no como lo que fue: una dictadura.
Las advertencias lanzadas por el Ejecutivo —esa posibilidad de que el proyecto se suspenda si cambia la mayoría parlamentaria— no son un ejercicio de dramatismo. Son una constatación. Hay partidos que han hecho de la memoria un territorio de resistencia, no porque cuestionen los hechos, sino porque temen perder una narrativa que, en el fondo, nunca han abandonado del todo. La resignificación del Valle no solo modifica un espacio; modifica el marco en el que ellos todavía se reconocen.
Qué está en juego más allá del monumento
En España, la memoria democrática se ha construido siempre en tensión con fuerzas políticas que la han considerado una concesión ideológica y no un principio constitucional. Por eso el Valle se convierte en un símbolo tan útil para entender la situación actual: quien controla el relato del pasado pretende controlar también los límites del presente.
La ultraderecha necesita mantener vivo un país dividido entre identidades excluyentes, en el que cada avance social se presenta como amenaza. Ese mismo mecanismo opera en su mirada sobre Chile o sobre cualquier proceso externo donde la extrema derecha se unifique frente a una izquierda fragmentada: el espejo les resulta útil para alimentar la idea de que los extremos son equivalentes, cuando en realidad lo que observamos es un fenómeno diferente. La extrema derecha se cohesiona; la izquierda debate, incorpora matices y asume complejidades. Es precisamente esa pluralidad la que Vox caricaturiza como debilidad para reforzar su discurso vertical.
En este contexto, la resignificación de Cuelgamuros tiene una dimensión que desborda el ámbito arquitectónico. Es la prueba de si España es capaz de fijar consensos democráticos que no dependan de quién gobierne. La idea de que un cambio de mayoría pueda revertir un trabajo de años, avalado por expertos y fundamentado en legislación aprobada por Cortes democráticas, no habla del monumento: habla del estado de nuestra cultura política.
Hay una diferencia esencial entre quienes conciben la memoria como una tarea pública —como lo hacen las democracias sólidas— y quienes creen que basta con pasar página sin leerla. De ahí que este proyecto funcione también como diagnóstico: puede revelar cuánto pesa todavía la tentación de diluir responsabilidades históricas y cuánto ha avanzado la sociedad española en su capacidad para enfrentarse a su propio pasado sin filtros ni excusas.