Entre 2019 y 2024, el Gobierno de la Comunidad de Madrid abonó más de 5.000 millones de euros al conglomerado Quirón por la gestión de cuatro hospitales integrados en la red pública: la Fundación Jiménez Díaz (con convenio singular), y los hospitales de Villalba, Valdemoro y Móstoles (en régimen de concesión). La cifra, admitida por la propia administración, llega envuelta en un problema de fondo: no es sencillo saber cómo se calcula, qué se paga exactamente y por qué. Los datos que ofrece el Ejecutivo no siempre encajan con sus propias cuentas anuales y, además, buena parte de las liquidaciones se cierran años después, tras una cascada de recursos administrativos y sentencias.
En la práctica, la relación financiera entre la Comunidad y Quirón se apoya en tres pilares. Primero, un pago anual de base ligado a la población adscrita. Segundo, la facturación adicional por pacientes que llegan de otros hospitales gracias al sistema de “libre elección”. Tercero, un interminable ajuste a posteriori por actividad, fármacos de alto impacto, obras o dispositivos, que a menudo termina en los tribunales. El resultado es una caja negra: el gasto real se conoce tarde y mal.
El atajo de la “libre elección”: cómo el dinero sigue al paciente
“Libre elección” significa que cualquier persona puede pedir cita en un hospital distinto al que le corresponde por domicilio. Esa elección tiene un efecto contable inmediato: cada consulta, prueba u operación realizada fuera del área de referencia genera una factura. Si el receptor es un hospital público tradicional, el dinero vuelve a una caja común; si es uno de gestión privada, se ingresa en sus cuentas. Con listas de espera históricas en la red pública, muchos pacientes aceptan esos traslados para ser atendidos antes. Así, los centros de Quirón captan cada vez más actividad de fuera, reforzando su posición: a más pacientes, más ingresos; con más ingresos, más capacidad para abrir consultas por la tarde, renovar quirófanos o acortar demoras; con menos demoras, más pacientes llegan por “libre elección”. Es un círculo que se retroalimenta.
La consecuencia se ve en las cifras de movimiento de citas: los hospitales de gestión privada ganan decenas de miles de primeras consultas que pierden los grandes hospitales públicos, como La Paz, el Ramón y Cajal o el 12 de Octubre. Ese trasvase, que el Gobierno suele presentar como “agilidad”, tiene un coste directo para el presupuesto sanitario y deja a los centros públicos con menos actividad “facturable” pero con los casos más complejos y caros.
Un modelo con zonas grises
Otro punto delicado son las tarifas. La Fundación Jiménez Díaz opera con un convenio propio que establece precios unitarios por procedimiento. Los tres hospitales concesionados (Valdemoro, Villalba y Móstoles) se rigen por una combinación de canon, módulos de actividad y precios públicos, estos últimos desactualizados desde 2017, según ha reclamado la propia empresa en varias reuniones con la Consejería. Cuando la concesionaria entiende que los costes reales han subido o que la demanda ha sido mayor de lo previsto (por ejemplo, por la saturación de la Atención Primaria), solicita “reequilibrio” económico. Muchas de esas discrepancias se resuelven años después, vía convalidaciones de gasto o sentencias firmes.
A ello se suma una anomalía contable: las cifras anuales que comunica la administración sobre pagos a Quirón no siempre casan con las recogidas en las cuentas auditadas del Servicio Madrileño de Salud, aunque el total de cada periodo acabe pareciéndose. Esa falta de trazabilidad —saber qué parte es canon, qué parte es actividad extra, qué parte son intereses de demora o revisiones de precios— alimenta la crítica de la oposición, que ve trato de favor y demanda auditorías específicas. El Ejecutivo replica que las concesiones pasan controles internos y externos, incluida la Cámara de Cuentas, y que los resultados asistenciales y la satisfacción de los pacientes son altos.
Lo que pagamos cuando nadie mira
Más allá del debate ideológico, hay preguntas prácticas que exigen respuestas simples:
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¿Qué porcentaje de los más de 5.000 millones corresponde al canon de base y cuánto a actividad vinculada a “libre elección”?
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¿Cuánto se debe todavía por ejercicios no cerrados —por ejemplo, 2024— y qué importe está en litigio?
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¿Cuántos intereses de demora se pagan por obras o servicios reconocidos tarde?
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¿Qué parte del presupuesto desviado de los hospitales públicos “puros” se compensa después, si es que se compensa?
Sin un cuadro consolidado, accesible y anualizado, la ciudadanía no puede evaluar si el modelo sale a cuenta o si estamos financiando una red paralela con dinero público mientras la red de gestión directa pierde músculo.
Efectos asistenciales: listas de espera más ligeras donde más se factura
Los hospitales de gestión privada integrados en la red pública suelen exhibir mejores indicadores de esperas quirúrgicas y de pruebas. No es casualidad: abren en turnos de tarde de forma sistemática, compran refuerzos cuando hace falta y, al absorber actividades estándar (cataratas, prótesis de cadera, hernias, endoscopias…), pueden ajustar plantillas y circuitos para ganar velocidad. En paralelo, los grandes hospitales públicos cargan con los pacientes más complejos, la urgencia de alta intensidad y una infrautilización crónica de quirófanos por rigideces de plantilla y organización. Es un terreno de juego desnivelado: a unos se les premia toda actividad adicional; a otros, atender a pacientes “de fuera” apenas les compensa.
El caso S85 y otras aristas sociales
También hay fricciones en la facturación de pacientes sin cobertura administrativa clara, los llamados S85 (extranjeros sin NIE). La regla es simple: la urgencia se atiende siempre; luego se determina si es facturable y a quién. Las concesionarias piden automatizar bajas en bases de datos y cobrar con agilidad cuando procede. La administración defiende la equidad y recuerda que la atención urgente es incondicional. Son detalles técnicos, sí, pero con impacto humano y presupuestario real.
Qué cambiar para que todo el mundo entienda la factura
Hay medidas de bajo coste que mejorarían la transparencia sin desmontar el modelo de un día para otro:
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Publicar cada año, por hospital y concepto, un desglose claro: canon, actividad propia, actividad por “libre elección”, fármacos de alto impacto, obras, intereses e importes en litigio.
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Actualizar y unificar las tarifas públicas para evitar arbitrajes y reclamaciones continuas.
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Obligar a que todas las actas de conciliación y liquidación se hagan públicas en tiempo razonable.
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Poner objetivos de productividad con incentivos explícitos también en los hospitales de gestión directa (apertura de tarde, uso de quirófanos, pruebas), de modo que el ciudadano elija por calidad y no por la trampa de la demora.
Mientras nada de esto ocurra, Madrid seguirá pagando mucho —y sabiendo poco—. Quirón continuará fortalecida por un flujo estable de pacientes y recursos; los grandes hospitales públicos, desprovistos de actividad “rentable”, irán a remolque. La sanidad necesita luz larga: claridad en las cuentas, reglas iguales para todos y una planificación que no consista en apagar fuegos a golpe de convalidación de gasto. Porque la libertad de elegir solo es verdadera si está apoyada en información completa y en un sistema público fuerte, capaz de competir sin las manos atadas.