En las últimas semanas España ha sufrido una serie de ataques verbales y duros reproches diplomáticos a cargo del presidente de EE.UU., Donald Trump. Estas acometidas se han centrado especialmente en el asunto del gasto militar de nuestro país en la OTAN, que el millonario neoyorquino considera insuficiente. Así, el líder republicano ha acusado públicamente a los españoles de “no jugar en equipo” con la Alianza Atlántica y de ser “increíblemente irrespetuosos”, por lo que nos ha amenazado con “castigos comerciales” si no aumentamos la inversión hasta el 5 por ciento de nuestro PIB. Mucho nos tememos que los aceituneros andaluces van a pagar el enésimo cabreo del Señor Dorito en forma de arancelazo y tentetieso.
“El problema con España se podría resolver muy fácilmente”, ha llegado a decir Trump, sugiriendo que la OTAN debería expulsar a España del club otanista. Se trata, sin duda, del momento de mayor tensión política entre ambos países en décadas, si no desde la guerra de 1898, cuando perdimos las colonias, sí al menos desde la reinstauración de la democracia tras la muerte de Franco. Es evidente que Trump está apretando las clavijas en su estrategia de hacer caer al Gobierno de Madrid, y no precisamente porque le parezca escaso el gasto militar español, que eso a Estados Unidos se la trae al pairo, sino porque le molesta que España siga siendo el último bastión del socialismo, del Estado de bienestar y de la democracia europea. Lo que saca de sus casillas al golfista de Florida no son los españoles, sino en particular uno de ellos: Pedro Sánchez Pérez-Castejón.
La construcción del nuevo orden internacional consiste, en realidad, en el desarrollo de la nueva internacional ultraderechista, es decir, una serie de gobiernos autocráticos que no respetan los derechos humanos y a los que les molesta que haya países a la contra de la nueva moda posfascista. En ese grupo (más bien panda de gamberros) están Javier Milei, el loco de la motosierra argentina, que ya ha lanzado sus propios dardos contra el presidente español; el inquietante Viktor Orbán en Hungría, un tipo con pinta de agente traumatizado del KGB; y la musa mussoliniana Giorgia Meloni en Italia, que comparte la misma agenda ideológica trumpista. Cada país occidental (en España Vox) tiene su propia sucursal ultra al servicio del plan desestabilizador de Trump y Putin –o sea Trumputin, el término lo inventó un servidor, por mucho que quieran apropiarse de él algunos periodistas aprovechateguis de Madrid–, y una única finalidad: acabar con la UE y reinstaurar gobiernos de corte autoritario en todo el mundo. En ese plan, Sánchez es una piedra en el zapato de toda esta gente reaccionaria. Un elemento fastidioso a liquidar.
¿Ha dado Trump la orden de acabar con Sánchez como sea y a toda costa? ¿Hay una conjura organizada y orquestada por ese club de ricos nostálgicos deshumanizados y sin escrúpulos? No podemos afirmar tal cosa porque no disponemos de datos empíricos que lo avalen, pero todo lo que está ocurriendo últimamente, la guerra como negocio inmobiliario y minero, el desplome del Derecho internacional, la decadencia de los organismos supranacionales, en definitiva, la influencia del fascismo posdemocrático, nos lleva a sospechar que así es. Un ejemplo: el genocidio palestino. Pedro Sánchez ha situado a nuestro país en la avanzadilla en la defensa de los derechos humanos de los gazatíes, un pueblo masacrado por el Estado de Israel (ya van más de 65.000 asesinados y subiendo la macabra cifra pese a la supuesta tregua). Todo lo que ha hecho y dicho Sánchez en esta crisis en Oriente Medio ha sentado a cuerno quemado al presidente hebreo, Benjamin Netanyahu, desde el cordón sanitario a sus ciclistas en la Vuelta a España hasta la posible expulsión del Estado judío de Eurovisión. Y ya se sabe que molestar a Israel es incordiar también al Tío Sam.
Sánchez está sentenciado desde que se plantó en el paso de Rafá, en la frontera entre Egipto y Gaza, en octubre de 2023. Allí se convirtió en el primer líder occidental en poner pie en pared contra el genocidio tras la invasión de Palestina. Su presencia en la zona buscaba impulsar la ayuda humanitaria y solicitar el alto el fuego inmediato, pero al mismo tiempo deslizó un mensaje que no gustó nada a Netanyahu: denunció los crímenes contra la humanidad cometidos por el régimen de Tel Aviv. Después de aquello, España fue incluida por Trump en la lista negra de países indeseables, poco menos que en el Eje del Mal junto a Irán, los talibanes afganos y Corea del Norte. El magnate no sabe demasiado sobre historia (en realidad no sabe nada sobre nada), pero su consejero Marco Rubio ha debido susurrarle al oído algo al respecto del tal Sánchez, el Maduro de Europa, un castrista bolchevique, y a él le ha entrado la fiebre antiespañola. Todavía no nos ha dado un ultimátum, como ya ha hecho con la Venezuela bolivariana; ni ha lanzado sus misiles contra las pateras marroquíes que cruzan el Estrecho, como ya ocurre en aguas del Caribe, donde cada día vuela por los aires una lancha colombiana y hasta barcos de pobres pescadores inocentes que nada tienen que ver con el narcotráfico. Pero todo se andará. Si algo ha demostrado Trump es que cuando se le mete algo en la tozuda mollera no para hasta verlo materializado.
De momento, el potentado neoyorquino ya ha dado carta blanca y licencia para matar a la CIA, para que haga y deshaga a su antojo, para que quite y ponga gobiernos, en definitiva, para que sustituya la diplomacia por el terrorismo internacional. ¿Será España un nuevo teatro de operaciones para la desestabilización? De momento, Madrid es un hervidero de agentes de Langley y uno ya no puede entrar en una cafetería sin tropezarse con un espía. Es lo que tiene la España bolivariana. Nuestro país le interesa y mucho a Donald Trump, sobre todo desde que Sánchez haya sopesado rescindir contratos con Israel y dejar de comprarle material a la poderosa industria armamentística estadounidense. Cualquier día los norteamericanos nos montan un atentado de falsa bandera en Rota o Morón, en plan voladura del Maine, y estamos en guerra con los yanquis, como cuando perdimos Cuba. Ya veo a Abascal desfilando por la Castellana con la bandera de las barras y estrellas. Y a Eduardo Inda haciendo la propaganda amarilla y antisanchista de la guerra, como un William Randolph Hearst de la vida. Tratándose del zumbadillo de MAGA, no puede descartarse nada.