En Gaza no falta comida: se impide que entre. La comunidad internacional ha alzado la voz con un diagnóstico rotundo: lo que está ocurriendo es una hambruna fabricada, deliberada y cruel, una forma de guerra contra civiles indefensos. Frente a la negación cínica del Gobierno israelí y la complicidad de Washington, la población palestina paga con su vida el precio de la impunidad.
El crimen del hambre: Gaza como laboratorio del horror
Que en pleno siglo XXI la ONU declare una hambruna provocada en un enclave cercado por tierra, mar y aire, no es solo una tragedia: es una acusación al corazón mismo del orden internacional. El Consejo de Seguridad ha sido claro: la inanición está siendo utilizada como arma de guerra en Gaza. Y sin embargo, las bombas siguen cayendo, la ayuda se acumula al otro lado de la frontera y la diplomacia se arrastra mientras los niños mueren deshidratados, desnutridos, traumatizados.
El Gobierno israelí, lejos de rectificar, arremete contra los informes que lo señalan. Acusa a las agencias humanitarias de mentir, de sesgo, de manipulación. Un esfuerzo desesperado por negar lo evidente: que cortar el agua, bloquear los alimentos y negar el combustible no son errores logísticos, sino políticas deliberadas para quebrar a una población entera. Que la muerte lenta por hambre no es un “efecto colateral” sino una estrategia.
Lo verdaderamente atroz es que esta acusación de genocidio no proviene de voces marginales ni de sectores radicales, sino del propio sistema multilateral que durante décadas ha evitado señalar con claridad a Israel. El muro del silencio empieza a resquebrajarse, pero los muertos no esperan. Gaza está siendo borrada de la faz de la Tierra mientras las democracias occidentales miden sus palabras y cuidan sus alianzas.
Estados Unidos, cómplice de una catástrofe anunciada
Pese a que 14 de los 15 miembros del Consejo de Seguridad suscribieron una condena nítida, el veto de Estados Unidos ha bloqueado una vez más una resolución vinculante para detener la masacre. Es la repetición de un patrón: proteger a Israel cueste lo que cueste, aunque el precio sea el colapso moral del Derecho Internacional.
La justificación habitual —la seguridad de Israel, la lucha contra Hamás— ya no se sostiene ante la magnitud del sufrimiento civil. Cientos de miles de palestinos viven en condiciones que rozan el exterminio: sin agua potable, sin medicinas, sin refugio. El relato oficial israelí, según el cual no hay hambruna y todo es propaganda, se derrumba ante las imágenes de bebés esqueléticos, padres desesperados, hospitales colapsados y fosas comunes.
Israel ha llegado incluso a presionar para que la ONU se retracte de sus propios informes y ha amenazado con cortar la financiación al organismo encargado de vigilar las hambrunas. Esta estrategia de intimidación solo agrava su aislamiento moral y refuerza una evidencia cada vez más difícil de maquillar: en Gaza se está perpetrando un crimen contra la humanidad con premeditación y con respaldo.
La historia juzgará este momento con la dureza que merece. Mientras miles de niños sueñan con morir para encontrar agua, comida o un simple abrazo, el Gobierno de Israel sigue actuando con la certeza de que nadie lo frenará. Y mientras tanto, las democracias occidentales —con algunas honrosas excepciones— callan, dudan o retuercen el lenguaje para no nombrar lo innombrable: genocidio.