El líder del Partido Popular ha calificado al Ejecutivo de Pedro Sánchez como un “cóctel de corrupción y sectarismo” que arrastra a España a la “irrelevancia y al aislamiento internacional”. Desde Bruselas, ante miembros de su familia europea del PPE, Feijóo lanzó que la Unión Europea observa “con preocupación” la actuación del Gobierno español y que España “ha dejado de ser un país fiable”. La crítica no se limita a desacuerdos de política; cuestiona la capacidad institucional del Estado y su reputación exterior.
Deslegitimar al Estado como táctica interna
Feijóo ha decidido llevar el conflicto político interno al escenario internacional. Presentar al Gobierno como un riesgo para la estabilidad de la UE es una maniobra que trasciende el debate parlamentario: es una puesta en escena de debilidad estructural. Al describir a España como un actor que “ha dejado de ser fiable”, el mensaje golpea la credibilidad de toda la administración, no solo del Ejecutivo actual.
Cuando un aspirante a gobernar acusa públicamente desde Bruselas a su país de abandono de compromisos y de corrupción sistémica, no está lanzando una advertencia retórica, está erosionando la confianza externa que sostiene tratados, alianzas y fondos europeos. Criticar al Gobierno es legítimo; asegurar que España se aleja de la comunidad internacional coloca en riesgo los intereses estratégicos del Estado.
Cuando la oposición habla en nombre del extranjero
La rueda de prensa en Bruselas no se dirigía al electorado español, sino al círculo europeo que observa a España con atención. Feijóo no se limitó a hacer oposición; habló desde un foro internacional para posicionar su partido como contrapoder del Estado anfitrión. Al acusar directamente al Gobierno de generar sordera europea, traslada el conflicto interno al tablero diplomático.
Ese desplazamiento tiene consecuencias. Une dos efectos contrapuestos: fortalece su discurso de descontento nacional y debilita la posición que tendría que asumir como futuro responsable de la política exterior. Un candidato que acusa a su propio país de “irrelevancia” entra al Gobierno con déficit reputacional. Y la propia Unión Europea toma nota no solo de lo que hace España, sino de lo que sus partidos dicen de ella.
La soberanía no se defiende con abucheos internacionales. Se sostiene con alianzas, confianza visible y capacidad de interlocución. La estrategia de Feijóo invierte ese orden: primero, la denuncia de debilidad; después, la alternativa. Pero el espacio intermedio es donde se fragiliza la imagen nacional. La política exterior como arma de campaña doméstica, sin hoja de ruta, revive viejas dinámicas de dependencia y victimismo.
Atacar la figura simbólica para vulnerar el Estado
La acusación de que “Sánchez es ya un problema mayor para la estabilidad e internamente para la fiabilidad de la UE” no es simplemente un ataque a la persona; es una apuesta por desacreditar el Estado colectivo. Cuando la oposición afirma que un país ha dejado de ser fiable, no sólo existe una crítica al Ejecutivo: se plantean dudas sobre la permanencia del pacto territorial, el cumplimiento de obligaciones y la coherencia institucional.
Este tipo de discurso abre una grieta simbólica muy profunda. Su resonancia es mayor de lo que podría parecer. En Bruselas se miden los estados por su política doméstica, pero también por su narrativa internacional. Las declaraciones de Feijóo actúan como un eco externo: generan interrogantes sobre la solvencia diplomática, la coherencia presupuestaria y el respeto a los compromisos multilaterales. Esa parte no es visible en los titulares nacionales, pero sí en los balances europeos, en la financiación, en los plazos y en la negociación de normativa.
El giro retórico es claro: la crítica ya no es solo al Gobierno, es al Estado que ese Gobierno dice defender. Y la obligación de quien quiere gobernar no es sólo mostrar oposición, sino resguardar la institucionalidad nacional. Porque una administración fuerte no se reconstruye solo con cambios de caras; se sostiene con credibilidad interna y externa. La oposición tiene derecho a criticar y disputar poder. Lo que no puede permitirse es lanzar desde la tribuna de la diplomacia un mensaje que compromete la reputación del país que aspira a dirigir.