En el mundo educativo español, las aulas han sido durante décadas un espacio de reflexión crítica, donde los conflictos internacionales se discuten con naturalidad y se traducen en gestos de solidaridad. Murales contra la guerra de Irak, campañas de apoyo tras el tsunami de 2004 o actos de denuncia ante el genocidio de Ruanda forman parte de una tradición pedagógica que entiende que la formación cívica no puede abstraerse del contexto global.
Sin embargo, la reciente decisión de la Comunidad de Madrid de impedir muestras de apoyo a Palestina revela una grieta incómoda: la política sí entra en las aulas, pero no siempre en la misma dirección.
Solidaridad sectaria
Desde la semana pasada, según ha publicado El País, varios centros educativos madrileños han recibido llamadas de la inspección para retirar banderas palestinas o suspender actos de apoyo a Gaza. Según profesores y colectivos, la instrucción ha llegado de forma verbal, sin dejar rastro documental, pero con la fuerza suficiente como para generar autocensura.
La medida contrasta con la política adoptada por el mismo gobierno de Isabel Díaz Ayuso en 2022, cuando la invasión rusa de Ucrania desató una ola de solidaridad institucionalizada. Colegios madrileños organizaron colectas de alimentos, murales y actos de concienciación con la bendición de la Consejería de Educación. El entonces vicepresidente Enrique Ossorio llegó a posar entre escolares y latas de conservas en una escuela pública, en un gesto cuidadosamente fotografiado. Para el gobierno de Ayuso, movido siempre por un sectarismo de la derecha más radical, el sufrimiento ucranio merecía aplauso oficial mientras que el palestino se considera una intromisión política.
Neutralidad y censura
Las autoridades madrileñas han respondido que los colegios deben ser “absolutamente apolíticos”. En abstracto, la idea tiene lógica: proteger a los alumnos de adoctrinamientos y preservar la neutralidad institucional. El problema es la aplicación desigual.
Cuando la guerra en Ucrania irrumpió en los telediarios, los gestos escolares de solidaridad no se consideraron propaganda, sino empatía. Hoy, ante el genocidio de Gaza, el mismo tipo de mural o de bandera es sancionado como una vulneración del deber de neutralidad. La inconsistencia erosiona la credibilidad del argumento.
Además, el precedente andaluz refuerza la sospecha de un giro político más amplio. Allí, un instituto fue obligado a retirar tanto la bandera palestina como la ucraniana, amparándose en una sentencia del Tribunal Supremo que prohíbe colgar banderas no oficiales en edificios públicos. La ley, aplicada de forma estricta, no distingue entre unas causas y otras. Pero el caso madrileño sugiere una aplicación selectiva más que normativa.
La gran mentira de Ayuso: libertad para unos, silencio para otros
Isabel Díaz Ayuso ha construido buena parte de su capital político en torno a la palabra “libertad”. La utilizó como lema electoral, la blandió contra las restricciones sanitarias durante la pandemia y la convirtió en un símbolo de identidad para su proyecto ultraconservador de corte trumpista. Pero en la cuestión palestina, esa defensa de la libertad se difumina por el ultrasionismo que profesa.
La prohibición de expresiones solidarias en los colegios madrileños se percibe como un giro restrictivo que desmonta su discurso habitual. Lo que en teoría era libertad de expresión y autonomía de los centros educativos se convierte, de pronto, en materia vigilada por inspectores. La contradicción es evidente: se invoca la libertad para ampliar la esfera del individuo en algunos terrenos, mientras se limita severamente en otros, especialmente cuando los gestos cuestionan la narrativa oficial sobre Israel.
El sesgo no es accidental. Ayuso ha cultivado una relación pública de simpatía con el Estado israelí, incluso en sus momentos más controvertidos. Tras el 7 de octubre de 2023, la presidenta madrileña expresó un apoyo “sin matices” a Israel y acusó a quienes criticaban los bombardeos en Gaza de antisemitismo encubierto. Llegó a calificar a Madrid como “la casa de todos los judíos perseguidos” y a presentar a Israel como “la primera línea de defensa de la civilización occidental”. Este tipo de retórica, que combina solidaridad histórica con la comunidad judía y alineamiento geopolítico con las posiciones más duras de Tel Aviv, la aproxima a los discursos de líderes conservadores europeos como Viktor Orbán en Hungría o Giorgia Meloni en Italia.
Orbán, por ejemplo, se ha convertido en el aliado más fiel de Netanyahu en la UE, vetando resoluciones críticas con Israel y vinculando la causa israelí con su cruzada contra la inmigración musulmana. Meloni, en Roma, ha mostrado un apoyo firme a Israel incluso cuando las cifras de víctimas civiles en Gaza suscitan críticas globales, presentando el conflicto como parte de la defensa de Occidente frente al terrorismo islamista.
Ayuso se mueve en esa misma coordenada ideológica: una narrativa que presenta a Israel no solo como un Estado aliado, sino como un símbolo de resistencia occidental frente a amenazas externas, y que deslegitima cualquier expresión de solidaridad con Palestina como sospechosa de complicidad con el extremismo.
La consecuencia es un estrechamiento del margen de disenso en Madrid, donde la “libertad” de Ayuso es selectiva: absoluta para defender ciertas causas que coinciden con su ideología, inexistente para otras.
Un síntoma de algo mayor
El episodio madrileño no es un mero rifirrafe entre docentes y el gobierno de Ayuso. Es un recordatorio de que la neutralidad absoluta en educación es, en la práctica, imposible. Toda decisión, tanto expresar solidaridad como prohibirla, comunica valores.
Al prohibir el apoyo a Palestina, el gobierno de Isabel Díaz Ayuso afirma que pretende blindar a los colegios de la política. Pero lo que consigue, a ojos de muchos, es introducir una política aún más penetrante: la que selecciona qué víctimas merecen ser lloradas y cuáles no. En un mundo totalmente polarizado, hasta los murales escolares son campo de batalla.