Europa se promete verde, pero cava más hondo

La UE acelera la transición climática mientras reabre minas en espacios protegidos y territorios indígenas, confiando en que la etiqueta de “sostenible” mitigue el coste social y ecológico del nuevo extractivismo

03 de Diciembre de 2025
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Europa se promete verde, pero cava más hondo

El discurso comunitario sobre la transición verde lleva años asentado en una promesa rotunda: Europa será climáticamente neutra en 2050. Pero la letra pequeña revela que ese futuro libre de emisiones tiene un precio que no se distribuye de manera homogénea. La Ley de Materias Primas Fundamentales, aprobada en 2024, consagra un giro que en Bruselas se vende como pragmatismo, pero que en el terreno se percibe como una ruptura: reactivar la minería dentro de la Unión —incluso en zonas protegidas— en nombre del clima.

Las razones son conocidas, aunque la crudeza del mecanismo se expone ahora sin demasiados rodeos. La transición energética —vehículos eléctricos, almacenamiento, paneles solares, turbinas eólicas— exige minerales críticos. Cobalto, litio, tierras raras, níquel, nombres que hace una década solo aparecían en informes técnicos y hoy se han convertido en piezas centrales del tablero geopolítico. Europa no quiere depender de terceros países, y especialmente no de China, para sostener su aspiración verde. Pero el dilema es inequívoco: descarbonizar implica extraer más, y hacerlo aquí significa asumir impactos ambientales y sociales que hasta ahora se externalizaban más allá de las fronteras comunitarias.

El progreso, ese viejo conocido que deja huella

En Alconchel (Badajoz), los vecinos ya han descifrado la secuencia. A la riqueza mineral del subsuelo nunca le faltan pretendientes corporativos dispuestos a presentarse como agentes de la modernización. La empresa que proyecta explotar cobre en la zona no se desvía del guion: sin minería, no hay transición; sin transición, no hay futuro. El problema es que el futuro que invocan rara vez coincide con el que defienden quienes viven allí.

Un ganadero de la zona resume con precisión la paradoja: tierras protegidas por su biodiversidad que ahora pueden quedar cubiertas de lodos tóxicos “como en Riotinto”. La comparación no es caprichosa. Cuando desde Bruselas se asegura que existe “minería sostenible”, en estas comarcas rurales se preguntan cómo puede serlo un modelo que implica movimientos masivos de tierra, consumo de agua en regiones donde ya falta y un paisaje transformado durante generaciones.

El conflicto no es exclusivo de España. Al norte del círculo polar ártico, en Kiruna (Suecia), el mayor depósito europeo de tierras raras se superpone a los territorios de pastoreo del pueblo sami. La imagen de un terreno “perforado como un queso suizo” —así lo describe uno de sus líderes comunitarios— condensa bien la fractura: la UE busca independencia estratégica, la comunidad indígena ve otra variante del viejo patrón extractivo, esta vez aderezado con la retórica verde.

Resulta difícil desestimar el argumento. Cuando un proyecto minero se declara de “interés público superior”, la protección ambiental se vuelve negociable, y con ella los derechos de quienes llevan generaciones sosteniendo esos ecosistemas.

La normativa europea fija que el 10% del consumo anual de materias primas críticas deberá cubrirse con producción local. No es un porcentaje simbólico: abre la puerta a decenas de permisos, atajos administrativos y una prisa regulatoria que inquieta incluso a expertos próximos a las instituciones. Economistas ambientales advierten de una tendencia que Europa siempre ha preferido mirar a distancia: el crecimiento verde también deja cicatrices. La electrificación reduce las emisiones, pero intensifica la demanda de materiales cuya extracción no ha logrado aún la neutralidad que promete el relato político. En paralelo, organizaciones ecologistas señalan que el verdadero debate no es si la minería puede hacerse “bien”, sino si la dependencia material del modelo actual es compatible con los límites ecológicos. No se trata solo de dónde se extrae, sino de cuánto se consume.

La selección de 60 proyectos estratégicos por parte de la Comisión no es un gesto técnico. Es la ratificación de que la Unión ha decidido convertir el territorio europeo en un espacio minero de nuevo cuño, confiando en que la causa climática sirva como legitimación suficiente. Pero la reacción social en España, Suecia o Portugal sugiere que la ciudadanía intuye las zonas oscuras de ese intercambio.

La pregunta que emerge, sin respuestas fáciles, es si la transición verde está reproduciendo un patrón que Europa siempre atribuyó a otros: afrontar la crisis climática sin revisar la escala del consumo, solo trasladando el impacto de un sector a otro.

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