El Gobierno aprueba hoy el Estatuto del Becario después de más de dos años de negociación con los sindicatos y de una década de demandas sostenidas desde el movimiento estudiantil y las organizaciones juveniles. El texto reconoce límites, derechos y compensaciones para quienes hasta ahora cubrían funciones estructurales sin contrato ni salario. La medida llega tarde, pero no llega sola: se produce en un momento en el que la protección social vuelve a ser terreno de disputa ideológica y económica.
La precariedad juvenil como dispositivo funcional
La figura del becario no ha sido un recurso formativo, sino un mecanismo de abaratamiento de costes para empresas privadas y administraciones públicas. La retórica sobre el aprendizaje ha servido durante años para justificar la sustitución de puestos de trabajo por mano de obra joven, rotativa y prescindible, generalmente sostenida en familias que podían permitirse financiar el acceso a una profesión.
La precariedad no fue un accidente, sino una condición de selección: quienes no tenían red económica quedaban excluidos, quienes la tenían garantizaban su entrada en el mercado laboral. No era un problema individual; era un criterio de clase.
El Estatuto introduce algunos cambios materiales: régimen de prácticas más limitado, compensación en transporte y manutención, protección en prevención de riesgos, supervisión formativa real, límites horarios. Lo relevante no es la letra exacta, sino el reconocimiento político implícito: había trabajo donde se decía que había formación. Y ese reconocimiento modifica la relación entre juventud y Estado.
Las resistencias: quién pierde cuando se regula
Las patronales han insistido en el coste económico de la medida; el argumento es conocido. Pero lo que está en discusión no es únicamente un modelo de financiación empresarial. Lo que se cuestiona es la disponibilidad del tiempo de vida ajeno. Durante años, la entrada al mercado laboral se sostuvo sobre la idea de que aprender implicaba aceptar condiciones inferiores a las que tendría cualquier otra persona empleada.
La regulación desactiva esa narrativa y obliga a las empresas y administraciones a reconocer valor productivo allí donde antes había solo promesa de futuro. Y eso no es menor: redistribuye poder.
El PP ha intentado situar el debate en la supuesta “rigidez” del mercado laboral y en el riesgo para la competitividad, cuando su gestión, en comunidades donde gobierna, ha consolidado modelos económicos regionales basados en baja cualificación, rotación constante y salarios contenidos. Los mismos discursos que defienden “flexibilidad” son los que se oponen a cualquier mecanismo de compensación material.
Feijóo y el desplazamiento del sentido común
La oposición de Feijóo y su dirección nacional no ha sido explícita en todos los tramos de la negociación, pero sí constante en el fondo: ha intentado reducir el Estatuto a medida simbólica, desvinculándolo de condiciones reales de trabajo. La crítica se formula como advertencia técnica —“riesgo”, “coste”, “rigidez”—, pero su fundamento es político: preservar una estructura productiva basada en juventudes sustituibles.
La pregunta no es por qué se aprueba ahora, sino por qué ha tardado tanto. La respuesta está en la organización previa: sindicatos, organizaciones estudiantiles, colectivos feministas señalando durante años que la precariedad no se reparte de manera neutra, que afecta antes y con más intensidad a mujeres jóvenes, migrantes y estudiantes sin red familiar, y que el acceso al futuro también es un campo de desigualdad.El Estatuto no corrige todo. No puede. Pero nombra la injusticia que llevaba décadas normalizada.