El derecho internacional se hunde frente a Gaza

Israel retiene en aguas internacionales a la Flotilla Sumud, que transportaba ayuda humanitaria a Gaza. La comunidad internacional reacciona sin fuerza, y el derecho internacional, de nuevo, queda en suspenso

02 de Octubre de 2025
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El derecho internacional se hunde frente a Gaza

La intervención del Ejército israelí contra la flotilla civil que se dirigía a Gaza representa no solo una violación de las convenciones más elementales del derecho marítimo y humanitario, sino también una advertencia política dirigida a la sociedad civil internacional: nadie puede romper el cerco sin pagar un precio.

Un abordaje fuera de la legalidad

En el mapa de los conflictos modernos, pocas líneas rojas son tan claras como las que traza el Convenio de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar: las aguas internacionales no son jurisdicción exclusiva de ningún Estado, y las embarcaciones civiles que no constituyen una amenaza real no pueden ser interceptadas sin causa justificada. Ni siquiera en contextos bélicos. Ni siquiera bajo la narrativa de la seguridad nacional.

Israel ha vuelto a ejecutar una operación armada fuera de sus aguas territoriales, interceptando a barcos sin armas, sin intención combativa, y con la única carga de ayuda humanitaria y activismo civil. Lo ha hecho sin mandato judicial internacional, sin orden de registro, sin previo aviso público, y —según ha denunciado la propia flotilla— empleando intimidación aérea y maniobras de acoso en alta mar.

La figura jurídica es conocida, aunque rara vez aplicada cuando se trata de un socio occidental: acto de piratería de Estado. No hay eufemismo diplomático que lo corrija.

La Convención de Ginebra, los Principios de La Haya, el Estatuto de Roma… todos convergen en un punto básico: la asistencia humanitaria debe estar protegida, no criminalizada. Y sin embargo, en la práctica, se impone una legalidad paralela que solo vale para unos pocos. El Estado que invoca el derecho para justificar sus agresiones no lo respeta cuando se enfrenta a su propia impunidad.

La ayuda que no puede llegar

La Flotilla Sumud no llevaba armas. No intentaba romper el equilibrio militar ni abrir un corredor ofensivo. Cargaba harina, medicamentos, equipos médicos y víveres esenciales para una población sitiada, exhausta, y completamente abandonada por los grandes organismos internacionales.

En Gaza, más del 80% de la población depende directamente de la ayuda humanitaria. Los hospitales apenas funcionan, el agua potable es un bien escaso y la desnutrición ha dejado de ser un riesgo para convertirse en una estadística estructural. Los barcos detenidos no eran convoyes militares. Eran la manifestación flotante de un grito internacional ante un castigo colectivo. A bordo viajaban más de medio centenar de ciudadanos españoles, incluidos cooperantes, personal médico y figuras políticas como Ada Colau. También irlandeses, turcos y activistas de múltiples nacionalidades. Gente con nombre, con pasaporte, y con derechos.

Israel ha optado por detenerlos en aguas internacionales, un espacio que no le pertenece, amparándose en un supuesto riesgo para la seguridad nacional. Pero ¿qué riesgo representa un lote de alimentos en un enclave donde el hambre ya ha vencido al calendario?

La respuesta no está en el contenido de las bodegas, sino en la carga simbólica del gesto. Lo que molesta no es la ayuda, sino la denuncia. Lo que pone nervioso al ocupante no son los suministros, sino los testigos. Y la flotilla llevaba de ambos.

España responde... sin desbordar el protocolo

El Gobierno español ha movilizado su aparato diplomático y ha mantenido activa su “unidad de seguimiento”. Se ha contactado con la embajada israelí, con los consulados en Tel Aviv y Jerusalén, con los homólogos de Irlanda y Turquía, y se ha emitido una petición formal para que se respete la “integridad física y los derechos” de los ciudadanos españoles detenidos.

Además, la fragata ‘Furor’, enviada previamente, se mantiene en la zona, sin cruzar la línea marcada de forma unilateral por Israel, y lista para una eventual operación de rescate. Una presencia simbólica que evita la confrontación directa, pero que, en la práctica, admite como legítima la “zona de exclusión” impuesta por Tel Aviv en aguas que no le pertenecen.

El presidente Sánchez ha calificado la misión de la flotilla como “pacífica y humanitaria”, y ha advertido que espera que el Gobierno de Netanyahu no sea una amenaza para los activistas. La frase es más una descripción que una advertencia. Pero en diplomacia, como en el ajedrez, el movimiento que no incomoda al adversario es difícilmente efectivo.

El derecho internacional, otra vez en suspenso

Lo que ha sucedido en el Mediterráneo no es un incidente aislado. Forma parte de un patrón. El Estado de Israel actúa con la convicción de que sus violaciones del derecho internacional no conllevan consecuencias reales. No hay sanción. No hay aislamiento. No hay freno.

La comunidad internacional responde con declaraciones, no con mecanismos. Y en ese espacio de impunidad, los barcos que llevan ayuda terminan siendo tratados como amenazas. Y los activistas como delincuentes.

Lo grave no es solo que se detenga una flotilla en el mar. Es que el asedio contra Gaza continúa con el beneplácito pasivo de quienes podrían frenarlo. España, en este contexto, ha dado un paso más que otros países europeos. Pero no ha cruzado todavía la línea que separa la incomodidad del compromiso. Y eso se nota.

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