La escena se repite cada otoño: personas voluntarias con petos azules, carros llenos de alimentos y una llamada a colaborar. Sin los bancos de alimentos, miles de familias hoy no podrían comer. Su labor es esencial, discreta y eficaz. Pero detrás de esa imagen solidaria se esconde una realidad más compleja. Las campañas que se realizan en los supermercados, aunque necesarias, también benefician a las cadenas que las acogen.
Durante los últimos años, los bancos de alimentos han recibido menos donaciones, y la causa principal está clara: el encarecimiento de la cesta de la compra. Con los precios disparados, muchas personas que antes donaban ahora apenas llegan a fin de mes. En algunas regiones se calcula que las aportaciones han caído entre un 30 y un 40% respecto a años anteriores.
De las bolsas a los tickets
Las grandes recogidas han cambiado. Antes, la gente compraba un paquete de arroz o de pasta y lo entregaba a la salida. Hoy, lo habitual es donar en caja una cantidad de dinero que se suma al ticket de compra. Ese dinero no va directamente a la cuenta del banco de alimentos: queda registrado como un saldo interno que la entidad puede usar después para comprar lo que necesita.
Este sistema tiene ventajas: los bancos de alimentos pueden decidir qué productos adquirir y en qué momento, evitando montañas de productos no prioritarios. Pero también plantea interrogantes. ¿A qué precio compran esos alimentos? ¿Existe algún descuento especial por tratarse de productos destinados a donación? Hasta ahora, no hay evidencias públicas de que las cadenas ofrezcan precios reducidos para esas compras.
El Banco de Alimentos de Madrid, por ejemplo, explica que compra directamente a proveedores mayoristas y no depende de los precios del supermercado. Es una forma de optimizar recursos y aprovechar mejor las donaciones económicas. Sin embargo, durante las campañas, los supermercados siguen siendo el escaparate visible de la solidaridad, y eso también tiene un valor.
Beneficios invisibles para las cadenas
Las recogidas de alimentos generan movimiento en las tiendas, mejoran la imagen pública de las marcas y asocian su nombre a una causa positiva. Aunque no obtienen beneficios directos de la venta, sí logran un impacto comercial claro: más clientes, más tráfico y una reputación reforzada.
Algunas cadenas, para reforzar su compromiso, añaden un pequeño porcentaje a lo recaudado por los clientes o donan directamente productos. Otras contribuyen con logística, transporte o equipamiento. Son gestos que ayudan, aunque siguen siendo la excepción más que la norma.
El modelo de donación en caja también reduce la presión sobre las empresas para ofrecer descuentos o donar parte de su propio stock. En la práctica, la responsabilidad recae sobre los consumidores, que aportan de su bolsillo mientras la cadena actúa como intermediaria.
Una ley que empuja a donar, pero no a bajar precios
Desde 2025 está en vigor la ley contra el desperdicio alimentario, que obliga a las empresas a reducir mermas, donar excedentes aptos para el consumo y vender con descuento los productos “feos” o cercanos a su fecha de caducidad. Sin embargo, la norma no establece ninguna obligación de rebajar los precios cuando una persona compra para donar o cuando los bancos de alimentos adquieren productos con las donaciones en caja.
Es decir, la ley combate el desperdicio, pero no garantiza condiciones preferenciales para quienes ayudan a combatir el hambre. El resultado es una paradoja: los bancos de alimentos sostienen una labor esencial, pero lo hacen en un entorno de precios elevados y sin ventajas específicas.
La cara positiva
A pesar de todo, el trabajo de los bancos de alimentos se ha profesionalizado. Hoy gestionan las donaciones con criterios nutricionales, compran de forma planificada y ajustan las cestas básicas a las necesidades reales. La donación en caja, bien gestionada, es más eficiente que llenar un almacén con productos repetidos o de bajo valor nutricional.
Además, algunas cadenas complementan las aportaciones ciudadanas con ayudas propias o con la cesión de espacio, logística y transporte. Son ejemplos que muestran que la colaboración puede ser honesta y útil cuando existe transparencia.
Lo que falta por mejorar
Lo que más se echa en falta es claridad. Sería deseable que cada campaña publicara tres datos básicos: cuánto se recauda, cuánto aporta la cadena por su cuenta y qué cantidad real de alimentos llega a las personas. Hoy esa información apenas se comunica, y cuando se hace, se presenta de forma genérica.
También sería positivo fijar precios de referencia para ciertos productos básicos cuando se compren con fondos donados, de modo que cada euro rinda lo máximo posible. Y avanzar hacia modelos de ayuda más dignos, como las tarjetas o vales que permiten a las familias comprar directamente lo que necesitan, incluyendo alimentos frescos.
Una solidaridad que no debe ser negocio
Nadie duda de que las cadenas de supermercados son aliadas necesarias en la lucha contra el hambre, pero no deberían convertir la solidaridad en una herramienta de marketing. La ayuda no puede depender solo de la buena voluntad de los clientes ni servir como escaparate de marca.
Los bancos de alimentos hacen un trabajo extraordinario, sosteniendo a miles de personas con recursos cada vez más limitados. Lo mínimo que deberían esperar es un compromiso claro, transparente y justo por parte de las empresas que se benefician, aunque sea de forma indirecta, de su labor.
La solidaridad no debería tener precio, ni margen comercial. Si el hambre se combate entre todos, también corresponde a quienes más ganan hacer que cada gesto cuente de verdad.