La semana pasada, España fue testigo de cómo un líder del Partido Popular asumía el programa de Vox. Fue Juanfran Pérez Llorca durante su discurso de investidura. Sin embargo, sólo unos días después otro líder popular recrudecía su guerra contra la extrema derecha. En la política madrileña se está abriendo una grieta reveladora: Isabel Díaz Ayuso ha comenzado a tratar a Vox no como socio incómodo, sino como adversario principal. El episodio más reciente, unas protestas violentas frente a la sede socialista de Ferraz convocadas por Revuelta, ha servido de catalizador. La presidenta madrileña actuó con inusitada rapidez: condena tajante, y un mensaje que destila cálculo estratégico más que simple hartazgo. “Vox trabaja para Sánchez hasta en domingo”, escribió. No era una frase improvisada; era una declaración de guerra.
La línea argumental de Ayuso es diáfana: mientras el PP moviliza a una derecha “responsable” y “ejemplar”, Vox se dedica a erosionar la protesta legítima con exabruptos, disturbios y desplantes que favorecen al adversario común. La acusación es ingeniosa, casi quirúrgica: culpa a Vox de sabotear la causa que ambos dicen defender. Pero, en realidad, el objetivo parece otro. Ayuso quiere quedarse con todo el espacio político de la extrema derecha.
Absorción simbólica
La estrategia recuerda a movimientos similares en otros conservadurismos europeos: convertir al socio radical en una anomalía minoritaria mientras el partido tradicional ocupa simultáneamente el centro-derecha y los márgenes duros del debate. Es la lógica que intentó sin éxito Les Républicains frente a Le Pen y que aplicó con más habilidad la ÖVP de Sebastian Kurz en Austria, engullendo parte del discurso antiinmigración sin perder su fachada institucional.
Mi rechazo absoluto a la violencia de los manifestantes en la calle Ferraz.
— Isabel Díaz Ayuso (@IdiazAyuso) November 30, 2025
Algunos, por cierto, llevan largo tiempo molestando a esos vecinos y comercios, todas las tardes.
La concentración del PP en el Templo de Debod ha sido ejemplar, como siempre.
No parece raro que Vox…
Ayuso parece inspirarse en este último modelo. Ha construido un relato donde ella encarna la indignación popular pero “civilizada”; el malestar, pero sin histrionismos; la protesta, pero con la bandera envuelta en términos como libertad, orden y sentido común. Vox, en cambio, queda relegado a la categoría de agitador torpe, o peor: aliado involuntario de la izquierda.
Los disturbios en Ferraz le proporcionaron la escena perfecta. No porque fueran extraordinarios sino porque le permitían marcar una frontera: la salida del tiesto ya no es solo políticamente ineficaz, sino funcional al enemigo. Los 400 manifestantes, empujados por Revuelta hacia la Moncloa hasta ser frenados por la Policía, eran el contrapunto ideal a la concentración “ejemplar” del PP en el Templo de Debod. Una metáfora visual: ellos, los descontrolados; nosotros, los responsables.
Debilitar al adversario que crece
El viraje no es casual. Vox atraviesa un periodo de contracción parlamentaria y confusión estratégica tras años de crecimiento explosivo. Su capacidad movilizadora ya no es la de 2019, y sus disputas internas han erosionado su cohesión. Es, para Ayuso, un animal herido cuyos votantes están cada vez más cerca del PP madrileño en tono, prioridades y estética cultural. Sin embargo, el partido de Santiago Abascal está creciendo en los sondeos. Débil en el Parlamento, fortalecido entre la ciudadanía.
Ayuso no quiere simplemente que Vox se debilite. Quiere certificarse como la única voz legítima de la derecha dura y de una parte de la extrema derecha. Su discurso económico liberal, su confrontación constante con Pedro Sánchez y su manejo simbólico del agravio territorial le permiten proyectar una imagen que pisa terreno que antes monopolizaba Vox.
Para lograrlo, necesita deslegitimar el estilo político de Vox, presentarlo como contraproducente y, en última instancia, como una herramienta útil para el sanchismo. No importa si la acusación es más táctica que veraz: funciona como mensaje para un electorado conservador que busca eficacia contra el Gobierno más que visceralidad sin consecuencias.
Guerra por el orden y la narrativa
Los incidentes con periodistas de TVE (improperios, banderas cubriendo cámaras, la habitual imaginería de la indignación populista) añadieron otra pieza al rompecabezas. El presidente de RTVE denunció un “clima” hostil alimentado por la oposición. Ayuso, sin embargo, pretende girar esos hechos a su favor, presentarse como la dirigente capaz de canalizar el descontento sin caer en fanatismos. Un mensaje atractivo para un público conservador que teme que la extrema derecha ponga en riesgo la respetabilidad electoral del bloque.
El PP nacional observa el movimiento con atención. Feijóo mantiene un discurso más institucional, pero sabe que Ayuso está moldeando el futuro del espacio conservador. Si su estrategia funciona en Madrid, podría convertirse en el nuevo estándar: un PP que absorba el lenguaje emocional de la extrema derecha radical para neutralizar a Vox, pero al mismo tiempo lo acuse de impedir la alternancia política.
Juego peligroso
El riesgo, claro, es que Ayuso termine alimentando la misma polarización que dice aborrecer. La frontera entre apropiarse de la indignación y amplificarla es tenue. Y el precedente europeo y estadounidense sugiere que, una vez se cruza, es difícil regresar a las formas más templadas del centroderecha clásico.
Pero hoy, Ayuso no parece preocupada por sutilezas. La presidenta madrileña ha decidido ocupar el espacio entero de la derecha (desde la moderación institucional hasta la furia contenida) y Vox, que durante años fue indispensable para marcar los límites del debate, comienza ahora a descubrir que esos límites se están cerrando sobre él.
En esta batalla por la hegemonía ideológica, Ayuso no solo discute con Vox, lo reabsorbe. O al menos, esa es la apuesta. En Ferraz hubo unas banderas tapando una cámara; en el tablero político, lo que está en juego es quién controla la narrativa de la derecha española en los próximos años. Y Ayuso está moviendo ficha con una claridad que pocos dirigentes conservadores han mostrado en Europa. Feijóo debería estar muy preocupado.