No hay vacío ideológico, hay cálculo. Lo que parece un estallido continuo de indignación reactiva es, en realidad, una metodología precisa. La derecha española no se limita a polemizar: ha convertido la deslegitimación del adversario en su único lenguaje político reconocible. Mientras evita entrar en el terreno de las propuestas, ocupa todo el espacio mediático y emocional a través del conflicto permanente.
De la oposición política a la demolición simbólica
La derecha ya no se opone a una medida concreta, a una ley o a una decisión parlamentaria. Se opone al hecho mismo de que el Gobierno gobierne. La crítica institucional ha sido sustituida por una desautorización moral sistemática. Sánchez no es un presidente con el que discrepan: es una amenaza existencial. Cualquier acuerdo que no pase por ellos es un “atropello”. Toda cesión es una “humillación”. Toda política redistributiva, un “asalto”.
Vox lo hace sin matices. El PP, con más cuidado formal pero idéntico fondo. Y esa labor no es improvisada. Hay una hoja de ruta: crear la sensación de país en ruinas, aunque los indicadores económicos, sociales y laborales digan lo contrario. La verdad empírica se ignora; el relato emocional gana. Porque saben que la política actual se juega en la percepción, no en los datos.
¿Por qué ese ruido no baja?
Porque no lo necesitan. La derecha no necesita convencer al votante del centro ni construir mayorías amplias. Solo necesita consolidar un bloque identitario que vote contra algo, no a favor de nada. Esa lógica explica por qué el ruido no cesa ni siquiera cuando la realidad desmiente sus tesis. Se trata de mantener al votante en un estado de enfado sostenido, en alerta perpetua, con un enemigo siempre en frente: el Gobierno, los independentistas, el feminismo, el ecologismo, los sindicatos, los medios públicos.
En ese marco, la crispación no es un subproducto de la estrategia política, es el producto. No se trata de ganar debates, sino de impedir que se escuchen otros.
Lo que no se dice
Mientras tanto, la derecha evita pronunciarse sobre los grandes desafíos estructurales: el modelo productivo, el acceso a la vivienda, la justicia fiscal, la sanidad pública, la transición energética, la lucha contra las violencias machistas. Prefieren el fango. Es más rentable generar titulares que asumir compromisos. Por eso hablan más de la amnistía que del alquiler, más de ETA que de la precariedad, más de Puigdemont que del bono joven.
No es torpeza. Es elección. Porque en cuanto se entra en el terreno de lo concreto, la derecha no tiene respuesta útil ni creíble para el presente. Solo nostalgia de un país que ya no existe.
Cómo actúa el PP: táctica dual, fondo común
El PP juega a dos bandas: se presenta como “serio” en Bruselas y como “agraviado” en casa. Finge institucionalidad mientras alimenta la indignación en la calle, delegando en Vox el exceso que ellos moderan. Es una división de papeles funcional. Uno grita, el otro asiente. Ambos agitan.
Y en medio, una oposición que legisla poco, aporta menos y contamina mucho. Porque no buscan mejorar las leyes, sino boicotear su tramitación. No enmiendan, judicializan. No votan, denuncian. El objetivo no es legislar, es colapsar.
Un modelo que no propone país
Lo más inquietante no es el ruido, sino el vacío que lo sostiene. Porque la derecha no quiere discutir modelos de convivencia, quiere imponer su marco de legitimidad. Y cualquier actor que no se someta a ese marco es tachado de radical, ilegítimo o antiespañol.
No se trata solo de recuperar el poder: se trata de redefinir quién tiene derecho a ejercerlo. Y ahí está la verdadera fractura. En la idea de que solo ellos pueden gobernar sin ser cuestionados, y que todo lo que queda fuera debe ser tratado como excepción.
Sin programa, sin reformas, sin país. Solo ruido. Ese es el verdadero proyecto de la derecha española. Y mientras tanto, el país espera que alguien empiece a hablarle en serio.