En las economías emergentes, la corrupción solía verse como el precio de la pobreza. Hoy, cada vez más, es el coste de la prosperidad. En buena parte del mundo, los años de crecimiento, expansión del consumo y formalización laboral no han traído consigo una ciudadanía más exigente con sus gobernantes, sino más complaciente. El mensaje es claro: "mientras yo tenga prosperidad, me da igual la corrupción".
A medida que las clases medias crecen, los ingresos familiares aumentan y los empleos adquieren mayor dignidad, también lo hace la disposición a tolerar la corrupción. El fenómeno no responde a ignorancia moral, sino a cálculo: la corrupción se vuelve tolerable cuando parece compatible con el progreso personal.
Durante décadas, se asumió que el desarrollo económico conduciría inevitablemente a sociedades más transparentes y democráticas. La teoría parecía simple: a mayor prosperidad, mayor demanda de integridad. Sin embargo, los datos y los hechos recientes sugieren lo contrario.
En Asia, América Latina, África y Europa, el auge de las clases medias ha coincidido con un reacomodo moral: los mismos sectores que antes denunciaban la corrupción como obstáculo al progreso ahora la perciben como parte inevitable del éxito.
El razonamiento es pragmático: si el sistema corrupto permite estabilidad, crecimiento y acceso al consumo la ciudadanía percibe que no hay por qué arriesgarlo en nombre de una pureza abstracta. En Brasil, México o Indonesia, amplios sectores urbanos prefieren gobiernos que “roben, pero hagan”. La indignación moral se disuelve en el confort material.
La corrupción, antes vista como síntoma de fracaso, se transforma en mecanismo de continuidad: mientras la prosperidad personal mejore, los abusos del poder se vuelven tolerables.
Prosperidad, anestesia moral
El auge de las clases medias en los países en desarrollo ha traído mejoras tangibles: empleo formal, crédito, vivienda, educación. Pero también ha generado una cultura del conformismo político.
El trabajador que antes exigía transparencia porque dependía de salarios bajos o de subsidios ahora prefiere estabilidad para pagar su hipoteca. La familia que antes denunciaba el clientelismo ahora se beneficia de él indirectamente: contratos públicos, facilidades fiscales, acceso a empleos mejor remunerados.
A medida que el bienestar mejora, la ciudadanía sustituye la exigencia ética por la gratitud pragmática. Mientras la economía familiar funcione los escándalos no importan. Esa lógica explica por qué regímenes cuestionados por corrupción, desde Hungría hasta Filipinas, mantienen apoyos populares elevados entre sectores beneficiados por el crecimiento.
La prosperidad desmoviliza, convierte la crítica en un riesgo y la corrupción en una molestia tolerable, algo que conviene no mirar demasiado de cerca.
La paradoja es que en muchos países la corrupción se integra en el mismo proceso de modernización económica. Las licitaciones amañadas financian infraestructuras reales, los favores políticos generan empleos, la cercanía al poder garantiza contratos que alimentan industrias enteras.
El resultado es una corrupción distributiva, no depredadora. En lugar de concentrarse en la élite, una parte se reparte entre capas intermedias: burócratas, empresarios medianos, funcionarios locales. Esa capilaridad crea una alianza tácita entre el Estado y la sociedad.
La corrupción deja de ser un abuso y se convierte en un ecosistema de prosperidad compartida, un engranaje que reparte beneficios suficientes para evitar la rebelión.
El problema no es solo ético, sino estructural: cuando la prosperidad depende de la corrupción, combatirla equivale a socavar la base misma del crecimiento. La ciudadanía lo intuye, y elige la continuidad antes que la limpieza.
El precio del silencio
El aumento de los salarios y la formalización del empleo no siempre fortalecen la ética pública. En muchos casos, la consolidación de empleos dignos se produce dentro de estructuras informales de poder.
En sectores como la construcción, la minería o los servicios públicos, los ascensos, contratos o beneficios laborales están ligados a relaciones de patronazgo o lealtades políticas. A mayor estabilidad del empleo, mayor dependencia de ese sistema de favores.
Esa relación produce un tipo peculiar de dignidad: la que se compra al precio del silencio. Los trabajadores que logran prosperar en un entorno corrupto rara vez lo desafían, porque hacerlo implicaría poner en riesgo su propia seguridad económica.
El orgullo de “haber llegado” reemplaza a la indignación. La corrupción deja de ser un obstáculo al mérito, y se convierte en el modo real en que el mérito se recompensa.
La expansión de las clases medias en países como China, India, Indonesia o México ha sido celebrada como motor de estabilidad. Sin embargo, esa estabilidad reposa en un pacto tácito: crecimiento a cambio de discreción.
En China, el Partido Comunista combina represión selectiva con prosperidad material, y la mayoría de la población urbana acepta la ecuación. En la India, la corrupción política convive con un boom tecnológico que ha elevado millones de vidas y las denuncias morales no alteran el consenso de fondo. En América Latina, las clases medias emergentes suelen votar por líderes fuertes que garantizan continuidad, aunque estén manchados por escándalos de corrupción.
La comodidad económica crea una ilusión de progreso democrático. Pero la estabilidad comprada con corrupción es frágil: depende de que los beneficios sigan fluyendo. Cuando el crecimiento se estanca, la moral dormida despierta con furia.
La tolerancia hacia la corrupción no desaparece por evolución moral, sino por crisis económica. Cuando los salarios pierden poder adquisitivo o los servicios públicos colapsan, la narrativa del “roba pero hace” pierde sentido.
La indignación retorna cuando el intercambio implícito, prosperidad a cambio de impunidad, deja de cumplirse. La historia reciente de América Latina ofrece numerosos ejemplos: la caída de Fujimori, la destitución de Rousseff, el descontento chileno tras décadas de desigualdad contenida.
El mismo ciudadano que tolera la corrupción en tiempos de bonanza se convierte en su juez cuando siente que lo traicionaron. La moral pública es cíclica porque la prosperidad lo es.
Corrupción, termómetro de desarrollo
La tolerancia social hacia la corrupción no sigue una línea recta. Crece con la prosperidad hasta cierto punto, y luego, al alcanzar un nivel más alto de seguridad económica, tiende a invertirse.
En las primeras etapas del ascenso, la corrupción se percibe como precio aceptable del progreso; en las etapas maduras, como amenaza a los logros conseguidos. Los países que logran dar ese salto (donde la ciudadanía pasa de aceptar el sistema a exigir su limpieza) no necesariamente son los más ricos, sino los que han construido empleos dignos acompañados de autonomía cívica.
La clave está en la independencia: la dignidad laboral solo se traduce en conciencia cívica cuando libera, no cuando ata.
La corrupción deja de ser tolerada no cuando la gente se empobrece, sino cuando la prosperidad se estabiliza lo suficiente como para volverse exigente. En ese punto, el ciudadano ya no teme perder su empleo o su estatus por protestar. Exige eficiencia, respeto y rendición de cuentas.
Pero mientras la prosperidad sea reciente y frágil, la corrupción sigue siendo vista como el precio del ascenso. En las sociedades donde el bienestar se confunde con justicia, la corrupción se disfraza de normalidad.