El discurso político español atraviesa una fase de empobrecimiento deliberado del lenguaje que no es accidental, sino estratégico. Las palabras de Isabel Díaz Ayuso, pronunciadas al hilo de los resultados electorales en Extremadura, no son un exabrupto improvisado ni una salida de tono aislada: son una declaración de intenciones. Bajo la apariencia de una valoración rápida “antes de salir corriendo al siguiente acto”, la presidenta de la Comunidad de Madrid condensó un estilo político que sustituye el análisis por el eslogan, el debate por el insulto y la responsabilidad institucional por la confrontación permanente.
Ayuso no habló de Extremadura. Habló de sí misma, de su relato y de su enemigo. La afirmación de que el Partido Popular “ha arrasado a la izquierda” no viene acompañada de una reflexión sobre los factores sociales, económicos o territoriales que explican el resultado electoral. Tampoco hay mención alguna a los retos reales de la comunidad autónoma. Extremadura se convierte, así, en un escenario utilitario, un decorado que sirve para reforzar una narrativa nacional diseñada en clave de combate.
El punto más revelador de su intervención llega cuando define a Pedro Sánchez como un “perdedor de elecciones profesional”, rematando la descalificación con un “loser” pronunciado con desparpajo. El uso del anglicismo no es casual. Busca viralidad, aplauso rápido y titular fácil. Pero también revela algo más profundo: la normalización del desprecio personal como herramienta política, incluso cuando quien habla ostenta una de las principales responsabilidades institucionales del país.
Calificar al presidente del Gobierno como una “rémora para España” no es una crítica política; es una deslegitimación del adversario que erosiona los márgenes mínimos de respeto democrático. En boca de una líder autonómica, no es solo un ataque al PSOE, sino una contribución directa a la degradación del debate público. No se discuten políticas, se cuestiona la validez del rival como actor legítimo del sistema.
Ayuso completa su intervención recurriendo a un repertorio ya conocido: “prosperidad, libertad, unión”. Palabras grandes, repetidas hasta la extenuación, que funcionan como significantes vacíos cuando no se acompañan de hechos, propuestas o datos. El Partido Popular aparece descrito como el único capaz de unir a los extremeños y “al resto de los españoles”, una afirmación tan grandilocuente como excluyente, que sugiere que quien no comparte ese proyecto queda automáticamente fuera de la idea de país.
Más grave aún es la afirmación de que España atraviesa “el peor momento institucional y político desde el 78”. No solo es una hipérbole; es una banalización peligrosa de la historia democrática. Equiparar la actual coyuntura política —con todas sus tensiones y déficits— con etapas de violencia, involución o amenaza real al sistema constitucional implica una irresponsabilidad discursiva notable. Es un recurso diseñado para alimentar la sensación de colapso y justificar una política de choque permanente.
Este tipo de declaraciones no buscan convencer a indecisos ni construir mayorías amplias. Su objetivo es movilizar emocionalmente a los propios, reforzar trincheras y mantener un clima de confrontación constante. Ayuso no habla como presidenta autonómica, sino como figura central de la polarización nacional, una dirigente que ha hecho del conflicto su principal activo político.
El problema no es solo el tono, sino el efecto acumulativo. Cuando líderes institucionales convierten el insulto en norma y el triunfalismo en argumento, el espacio para la política se reduce. La democracia no se debilita solo por las malas leyes, sino también por los malos discursos. Y en ese terreno, las palabras de Ayuso no son un síntoma menor, sino una señal de alarma sobre el rumbo que está tomando el debate público en España.
Celebrar una victoria electoral es legítimo. Vaciarla de contenido, usarla como arma arrojadiza y envolverla en una retórica de demolición democrática no lo es. En lugar de elevar el debate tras unas elecciones autonómicas, Ayuso optó por rebajarlo. Y con ello, volvió a confirmar que su proyecto político no se sostiene tanto en la gestión o la propuesta como en la confrontación constante y el ruido calculado.