El discurso de Isabel Díaz Ayuso no puede leerse como un simple balance de gestión. Es, más bien, un ejercicio de construcción ideológica que aspira a algo más ambicioso: consolidar la idea de que Madrid constituye una excepción política, económica y moral dentro de España y, por extensión, dentro de Europa. Bajo una acumulación deliberada de cifras, anuncios y consignas, la presidenta madrileña articula un relato en el que el éxito no se somete a contraste, la crítica se deslegitima de antemano y el Estado se convierte en un antagonista casi metafísico.
Ayuso no gobierna solo una comunidad autónoma; gobierna un relato de superioridad estructural muy cercano al supremacismo catalán o al que impera en la secta MAGA que apoya a Donald Trump. Madrid, según esta narrativa, crece más, innova más, recauda más y vive mejor no por condiciones históricas o institucionales, sino por una voluntad política singular encarnada en su liderazgo. El problema de este planteamiento no es únicamente su tono épico e hiperbólico, sino su resistencia sistemática a la evaluación independiente.
Cuando la Ayuso proclama que su Ejecutivo ha cumplido el 97% del programa electoral, introduce una cifra impactante pero metodológicamente vacía. No se explica qué significa “cumplir”, si basta con iniciar una medida, aprobar un decreto o anunciar una inversión. En las democracias avanzadas, el cumplimiento se mide por impacto real, por resultados verificables y por costes de oportunidad. En el Madrid ayusista, en cambio, la cifra funciona como argumento de autoridad, no como indicador de calidad democrática.
Educación: tradición y control del relato
Uno de los ejes más reveladores del discurso es la política educativa. Ayuso reivindica la “vuelta a la EGB”, la defensa del libro de texto frente a la digitalización y la centralidad del español como lengua vehicular. Todo ello se presenta como una apuesta por el rigor académico y la libertad de las familias. Sin embargo, el subtexto es inequívoco: la educación se convierte en un campo de batalla cultural, no en un espacio de innovación pedagógica basada en evidencia.
La reducción del uso de dispositivos digitales en las aulas se anuncia como un éxito sin aportar estudios longitudinales, comparaciones internacionales ni análisis de impacto en competencias clave. Países como Finlandia, Países Bajos o Estonia han ajustado sus estrategias digitales, sí, pero lo han hecho sobre la base de evaluaciones empíricas complejas, no como reacción ideológica a una supuesta decadencia cultural. En Madrid, la nostalgia se presenta como política pública.
La defensa del español, por su parte, se convierte en un instrumento de confrontación identitaria más que en una política lingüística equilibrada. No se discute la importancia del idioma común, pero se ignora deliberadamente que las competencias multilingües son hoy un activo económico y social estratégico en un mercado laboral globalizado. El resultado es una educación que refuerza símbolos, pero no necesariamente capacidades.
El discurso sobre la universidad revela otra tensión estructural. Ayuso defiende la “excelencia” del sistema universitario madrileño mientras anuncia controles, reformas y mecanismos de supervisión que apuntan a una desconfianza de fondo hacia la autonomía académica. La universidad se valora en tanto que motor económico y generador de prestigio internacional, pero se somete a una lógica de rendimiento inmediato que choca con la naturaleza del conocimiento crítico.
En los modelos europeos más avanzados, la universidad es un espacio protegido precisamente porque su valor no siempre es cuantificable a corto plazo. En Madrid, en cambio, se la integra en un discurso productivista donde la investigación vale si genera patentes, startups o titulares. El riesgo es evidente: empobrecer el ecosistema intelectual en nombre de la eficiencia.
La cultura ocupa un lugar central en la narrativa ayusista, pero no como espacio de cuestionamiento, sino como industria del espectáculo. Festivales multitudinarios, grandes eventos, cifras récord de asistencia y retornos económicos inmediatos conforman una política cultural orientada al impacto mediático. Madrid se presenta como capital cultural global, pero esa capitalidad se mide en afluencia, no en diversidad ni en sostenibilidad del tejido creativo.
Este enfoque coincide más con una estrategia de marketing urbano que con una política cultural integral. La pregunta incómoda (quién accede, quién queda fuera, qué tipo de creación se fomenta) permanece sin respuesta. La cultura se convierte en una vitrina, no en un espacio público deliberativo.
El dogma del mercado en materia de vivienda
Pocas áreas evidencian mejor la distancia entre relato y realidad que la vivienda. Ayuso presume de liderar la construcción de vivienda protegida y de impulsar el Plan Vive como solución estructural. Sin embargo, evita cualquier referencia a precios efectivos, duración de los contratos, criterios de adjudicación o perfil de los beneficiarios. En una de las regiones con mayores tensiones inmobiliarias de Europa, el discurso se limita a aumentar la oferta sin cuestionar las dinámicas especulativas.
A diferencia de ciudades como Viena o París, donde la vivienda se concibe como infraestructura social y se interviene directamente sobre el mercado, Madrid opta por un modelo de colaboración público-privada que externaliza riesgos y privatiza beneficios. El resultado es una oferta que crece sin corregir la desigualdad y un mercado que sigue expulsando a jóvenes y rentas medias.
Excelencia selectiva y fragilidad cotidiana de la sanidad
La sanidad madrileña es presentada por Ayuso como un sistema de vanguardia, con hitos médicos y proyectos emblemáticos como la Ciudad de la Salud. Sin embargo, el discurso confunde innovación de élite con robustez sistémica. Los éxitos en trasplantes o tratamientos punteros conviven con una atención primaria tensionada, profesionales exhaustos y una dependencia creciente de derivaciones privadas.
La bajada de listas de espera se menciona sin explicar los métodos de cálculo ni el papel de la externalización. En ausencia de transparencia metodológica, las cifras funcionan como instrumentos de legitimación, no como herramientas de mejora continua.
La fiscalidad como arma de desigualdad
La política fiscal es el corazón ideológico del ayusismo. Las rebajas de impuestos se presentan como un acto de justicia y libertad, pero su impacto redistributivo es limitado y regresivo. Madrid se beneficia de un efecto capitalidad que atrae rentas altas y sedes empresariales, mientras reduce su capacidad de redistribución interna.
En el contexto europeo, donde incluso gobiernos liberales reconocen la necesidad de una fiscalidad progresiva para sostener el Estado del bienestar, el modelo madrileño se sitúa en una excepción competitiva que genera tensiones territoriales y erosiona la cohesión.
Al igual que Pedro Sánchez, Ayuso pretende exhibir el crecimiento del empleo como prueba irrefutable del éxito económico. Sin embargo, se omite el análisis de la calidad del empleo, la precariedad estructural y la dependencia del sector servicios. Madrid crece, sí, pero lo hace en un contexto macroeconómico favorable y con una estructura muy vulnerable a shocks externos.
Guerra contra el Estado
La parte final del discurso abandona cualquier pretensión técnica y se transforma en un alegato político. El Gobierno central, Europa, los medios públicos y hasta las instituciones del Estado aparecen como obstáculos para Madrid. Esta estrategia de confrontación cumple una función clara: opacar las graves taras de la gestión regional mediante la polarización.
Al presentar toda crítica como ataque ideológico, Ayuso reduce el espacio del debate democrático. Madrid se convierte en víctima retórica mientras ejerce una posición de privilegio estructural.
El discurso de Ayuso podrá ser eficaz y políticamente rentable para sus bases electorales. Pero su fortaleza narrativa es también su debilidad democrática. Al sustituir la evaluación por la épica, la comparación por la excepcionalidad y la rendición de cuentas por la confrontación, el modelo ayusista corre el riesgo de fosilizarse en su autopercibido éxito aparente.
En última instancia, el mayor desafío del ayusismo no es la oposición política, sino la realidad empírica. Porque ningún relato, por sólido que parezca, puede sustituir indefinidamente a la evidencia.