Las declaraciones de Santiago Abascal sobre la situación en la Comunidad Valenciana vuelven a situar a Vox en un terreno reconocible: la presión constante al Partido Popular y la afirmación de una identidad política basada en la confrontación. Más que negociar, el partido marca límites para no aparecer como fuerza que cede, incluso si el resultado es instabilidad.
La entrevista de Abascal llega en un momento clave para la derecha institucional. La dimisión de Carlos Mazón dejó abierta una negociación en la Comunidad Valenciana que, en otras circunstancias, podría haberse resuelto con rapidez técnica. Sin embargo, la lógica de la alianza PP-Vox nunca ha sido programática: se sostiene sobre la desconfianza mutua y la necesidad de ambos de no ser vistos como subalternos del otro. Ese terreno es el que Abascal conoce y cultiva deliberadamente.
La frase “nunca tememos unas elecciones” cumple una función evidente. No es un diagnóstico electoral, es una advertencia. El mensaje a Feijóo es claro: cualquier gesto que pueda interpretarse como concesión al “centrismo” tendrá respuesta. Vox prefiere arriesgarse a una repetición electoral antes que aparecer como partido domesticado. La estabilidad institucional no es su prioridad, ni tampoco la construcción de gobierno. Su eje es preservar la apariencia de coherencia ideológica, incluso a costa de paralizar una autonomía con competencias esenciales en servicios públicos, industria y asistencia social.
La negociación como campo de escenificación
Abascal evita proponer nombres para la presidencia autonómica. Esa negativa no es pasiva, es estratégica. Quien nombra, se vincula; quien condiciona sin nombrar, retiene margen. El mensaje se centra en exigencias simbólicas: rechazo al Pacto Verde europeo, rechazo a la inmigración, revisión de acuerdos previos. No se plantea un programa de gestión, sino una prueba de lealtades.
La insistencia en que el PP “trata de engañarles” construye la idea de que el adversario inmediato no es la izquierda, sino el mismo PP del que dependen sus gobiernos autonómicos. Se trata de mantener vivo un conflicto interior en el bloque conservador, un conflicto que impida que el PP marque distancia y pueda recuperar un perfil propio sin la influencia de Vox.
En este sentido, la frase “no somos el relevo del PP” no es casual: Vox se aferra a la narrativa de que representa una opción “nueva”, aunque su campo de intervención concreta dependa de estructuras parlamentarias y municipales construidas por otros.
Inmigración como eje de polarización sostenida
La propuesta de “deportaciones masivas” de personas que cometan delitos, incluso con residencia legal, ilustra el terreno en el que Vox se mueve con comodidad. No se busca analizar datos, flujos migratorios, políticas de integración o mercado laboral. El marco es otro: deshumanizar para simplificar, convertir la pluralidad migratoria en amenaza homogénea y presentarse como único actor dispuesto a “nombrar” esa supuesta amenaza.
La inmigración es aquí un pretexto para hablar de orden, pertenencia y fronteras culturales. La afirmación de una “invasión migratoria” no tiene correlato estadístico, pero sí una utilidad política muy específica: desplazar el foco desde problemas estructurales reales (vivienda, precariedad laboral, cuidados, salarios) hacia una explicación que identifica “culpables” y evita responsabilidades institucionales.
Este discurso no se proyecta hacia soluciones, sino hacia identidades enfrentadas. Sostenerlo requiere mantener el conflicto como estado permanente, no resolverlo.
Un proyecto político basado en la crisis continua
Cuando Abascal afirma que el bipartidismo es “un bloque”, no está describiendo la realidad parlamentaria, sino tratando de construir una lectura en la que el desacuerdo democrático desaparece y todo se reduce a un “ellos” frente a “nosotros”. Ese marco es incompatible con la negociación estable y con la gestión cotidiana de instituciones autonómicas complejas.
En la Comunidad Valenciana, lo que está en juego no es únicamente la elección de un nuevo presidente autonómico. Lo que se disputa es si la derecha gobernará desde la estabilidad o desde la tensión permanente; si la acción política se orientará a gestionar servicios y prioridades sociales, o si continuará atrapada en el terreno simbólico que Vox necesita para sostener su presencia electoral.
No se trata solo de una negociación fallida ni de un pulso interno en la derecha. Se trata de una estrategia sostenida: mantener el conflicto como principio, no como consecuencia. En esa lógica, cada acuerdo aparece como sospecha, y cada cesión, como traición. Ese es el escenario que Abascal trabaja. Y en él, la estabilidad institucional es siempre algo secundario.