Santiago Abascal ha vuelto a exhibir un modo de hacer política basado en deshumanizar al adversario y dinamitar cualquier norma básica de convivencia democrática. Con insultos y fabulaciones, intenta instalar la idea de que el país vive secuestrado por una trama de enemigos internos. Una estrategia conocida, agotada en su repetición, pero peligrosamente eficaz si el resto del sistema se resigna a normalizarla.
Abascal, instalado ya no en la exageración, sino en la demolición
La última intervención de Abascal —llamando “gentuza” al Gobierno y exigiendo “sentarlos en el banquillo”— no es una excentricidad momentánea, sino un método. Un método tan elemental como corrosivo: convertir la política en un espacio ingobernable donde el insulto suplanta al argumento y la mentira se construye con la seguridad del que no teme consecuencia alguna.
Ya no hay ni siquiera voluntad de apariencia. Abascal ha prescindido de cualquier precaución verbal, consciente de que su electorado no le exige pruebas, solo adrenalina. Para él, la política es un espectáculo de pirotecnia emocional: cuanto más irreal la acusación, mayor su utilidad. Por eso no duda en invocar zulos, “mafias” y pactos clandestinos, aunque el relato tenga la consistencia de un castillo de naipes mojado. La extrema derecha funciona así: primero lanza la acusación; después ya veremos si hace falta inventar el resto.
Lo peligroso no es que Abascal delire. Lo peligroso es que lo haga desde un asiento institucional y con absoluta impunidad discursiva. Lo siguiente será que alguien, efectivamente, termine creyendo que un presidente elegido por las urnas mantiene reuniones secretas en túneles húmedos según el imaginario cinematográfico del propio líder de Vox. Una democracia no puede permitirse caricaturizarse a sí misma para adaptarse al nivel retórico de quienes desean erosionarla.
Se trata de extrema derecha que vive de fabricar enemigos, no de ganar argumentos. Abascal no necesita demostrar nada. Lo suyo no es la prueba, sino la insinuación convertida en verdad litúrgica por el solo hecho de repetirla. Vox funciona como una máquina de humo que alimenta una narrativa permanente: España estaría gobernada por traidores, comprada por terroristas, debilitada por “el otro”. El otro es siempre móvil: migrantes, feministas, territorios periféricos, instituciones, jueces que no les dan la razón…
La precisión técnica brilla por su ausencia, pero da igual: romper la confianza en el sistema hasta que solo quede una alternativa posible: ellos mismos. No se trata de exageración. Se trata de una estrategia autoritaria, desplegada con una simpleza que provoca cierta desazón: en lugar de política, guerra cultural. En lugar de argumentos, intimidación verbal. En lugar de propuestas, odio encapsulado y dosificado en vídeos cortos.
La paradoja es que quienes acusan de “mafia” a los demás son los mismos que han hecho de la obsesión por destruir al adversario su única política. Vox no quiere mejorar nada: quiere que nada funcione para poder señalar luego el caos como prueba de su propio relato. Y en ese paisaje, Abascal se mueve con la soltura de quien sabe que no existe responsabilidad que lo interpele. Su aspiración no es gobernar, sino desestabilizar lo que otros gobiernan.
Una política que no resiste más ruido sin romperse
Cuando Abascal exige elecciones inmediatas, no lo hace por convicción democrática, sino por oportunismo. Necesita un clima en ebullición constante para mantenerse presente.Su proyecto no es España: es el descontento. Lo estable le perjudica; lo razonable, también. El insulto es su terreno natural porque no tiene otro. Por eso habla así: para que no podamos hablar de otra cosa.
La extrema derecha vive de ese ruido. Pero la democracia, no. Y ahí está el verdadero conflicto.