La presencia de las mujeres jóvenes en este 25N no sustituye a nadie ni relativiza el papel de ninguna generación. Lo que hace es ensanchar una lucha que, por primera vez en décadas, se enfrenta a un negacionismo creciente pero también a una respuesta social que se fortalece allí donde algunos esperaban fragmentación. La violencia contra las mujeres sigue siendo estructural, pero la reacción ante ella ha cambiado: las jóvenes ya no la interpretan como un mal inevitable, sino como un síntoma de un sistema que debe transformarse.
Cada 25 de noviembre se renueva una conversación pendiente entre generaciones. No porque existan brechas profundas entre ellas, sino porque la violencia adopta formas cambiantes, y cada generación ha tenido que aprender a identificarla con herramientas distintas. Las mujeres mayores aportan memoria y resistencia; las mujeres adultas sostienen el día a día de una igualdad incompleta; las jóvenes introducen una lectura distinta del problema, menos inclinada a la resignación y más alerta ante dinámicas de control que antes pasaban inadvertidas. Esa combinación es más valiosa que nunca.
El entorno actual está marcado por una paradoja significativa: quienes intentan minimizar la violencia de género han intensificado su discurso en los últimos años, convencidos de que podrían influir en las generaciones jóvenes. Lo que han obtenido, sin embargo, es un efecto contrario. Buena parte de las jóvenes ha leído esa negación como una alerta clara: si se cuestiona la existencia de la violencia, se cuestiona también su derecho a nombrarla, denunciarla y recibir protección institucional. Esa percepción ha generado una reacción política —entendida en el sentido más amplio y democrático— mucho más articulada de lo que algunas formaciones preveían.
Un diagnóstico que las jóvenes formulan con precisión
Lo que distingue a esta generación no es una mayor conciencia abstracta, sino la experiencia material de las nuevas formas de violencia. La tecnología forma parte de su vida cotidiana, y con ella llegan los mecanismos de control digital, la vigilancia constante a través del móvil, las amenazas en línea, la presión para compartir contenido íntimo o la difusión no consentida de imágenes. La violencia no siempre deja un rastro físico, pero deja uno emocional y social que estas mujeres identifican sin rodeos.
Esta capacidad de nombrar lo que antes se ocultaba no surge de la nada: procede de una cultura donde hay mayor disponibilidad de información, de referentes, de marcos legales y de espacios educativos más atentos. Pero también procede de un cambio en la tolerancia. Las jóvenes ya no aceptan como parte de la normalidad comportamientos que generaciones anteriores debieron soportar en silencio. Esa diferencia no es un reproche a las mayores, sino la consecuencia de un largo proceso de conquistas que ahora permite mirar de frente cosas que antes no podían decirse.
Al mismo tiempo, esta generación entiende mejor que ninguna la importancia de las instituciones. Saben que las leyes no son abstractas y que la protección real depende de que los sistemas funcionen: juzgados especializados bien dotados, fuerzas de seguridad con formación actualizada, servicios sociales que acompañen sin paternalismo, y un Ministerio Fiscal que actúe con perspectiva de riesgo y no solo de respuesta.
De hecho, una de las mayores fortalezas del movimiento joven es que no se limita a denunciar. Exige políticas públicas sostenidas, datos desagregados, evaluación de impacto y responsabilidad institucional. Y esa exigencia es un avance en sí mismo.
La otra novedad es que las jóvenes no están solas. Su mirada se superpone a la de mujeres que llevan décadas enfrentándose a distintas versiones del mismo problema. Las mayores observan en ellas una continuidad que no tiene nada de ingenua; las adultas reconocen dinámicas de violencia que ahora emergen en entornos digitales pero que reproducen viejos patrones de desigualdad; las jóvenes aportan un lenguaje más directo y una impaciencia que, lejos de ser un defecto, actúa como motor político.
No hay fragmentación generacional. Hay distintas formas de haber vivido la violencia y distintas estrategias para combatirla. Lo que las une es la convicción de que la violencia contra las mujeres no puede relativizarse ni ser utilizada como arma en el debate público.
En un escenario donde algunos discursos intentan presentar la igualdad como amenaza, este 25N demuestra que la respuesta se concentra, sobre todo, en quienes tienen más vida por delante. Su presencia no sustituye la de nadie: la refuerza. La lucha contra la violencia de género no se mide en eslóganes, sino en la capacidad de construir un futuro donde las mujeres —todas, no solo las jóvenes— puedan vivir sin miedo.