En un movimiento que combina cálculo electoral, proteccionismo y una visión cerrada de la competitividad global, la Casa Blanca ha endurecido el acceso a la visa H-1B —clave para trabajadores extranjeros altamente cualificados— imponiendo un coste anual que equivale a un muro económico. La medida apunta directamente a la comunidad migrante profesional, especialmente del sector tecnológico, y amenaza con debilitar el motor de innovación sobre el que se sostiene buena parte del liderazgo económico estadounidense.
Una medida orientada al castigo, no al control
La proclamación del presidente Donald Trump endurece el acceso a la visa H-1B con una carga económica que desincentiva no solo la contratación, sino también el propio modelo de desarrollo tecnológico basado en la diversidad profesional. El argumento esgrimido por la Casa Blanca —que las empresas abusan del sistema para abaratar costes laborales— no es nuevo. Pero esta vez, se ha traducido en una medida sin precedentes: un impuesto anual de 100.000 dólares por trabajador extranjero.
La normativa no distingue entre perfiles estratégicos o sectores en crecimiento. Tampoco plantea vías intermedias para empresas emergentes, universidades o instituciones de investigación. Solo excepciones ambiguas para supuestos de “interés nacional”, cuya interpretación queda completamente en manos del Departamento de Seguridad Nacional. La discrecionalidad como herramienta política, una vez más.
Los principales perjudicados son los trabajadores procedentes de India, que representan más del 70% de los titulares de este visado. Pero la onda expansiva alcanza mucho más allá: se afecta directamente a la capacidad del país para atraer perfiles especializados en inteligencia artificial, biotecnología o computación cuántica, justo en el momento en que la competencia global se intensifica.
El coste político de frenar el motor de la innovación
Desde los años noventa, la visa H-1B ha sido una pieza clave en la configuración del ecosistema tecnológico estadounidense. Miles de ingenieros, programadores, científicos y matemáticos han desarrollado su carrera profesional en empresas como Apple, Microsoft, Meta o Google gracias a este visado. Limitar este flujo de talento no solo es un retroceso en política migratoria: es una amenaza directa al corazón productivo del país.
Las grandes tecnológicas ya han empezado a calcular el impacto de la medida. Aunque tienen músculo para resistir, muchas de sus subsidiarias en EE.UU. dependen en gran medida de la incorporación constante de nuevos profesionales extranjeros. En un escenario de incertidumbre global, donde países como Canadá o Alemania están redoblando esfuerzos por atraer talento internacional, esta decisión refuerza la imagen de una potencia que da la espalda a su propio modelo de éxito.
Mientras tanto, miles de trabajadores con visado vigente enfrentan una situación de extrema vulnerabilidad. Sin claridad sobre las condiciones de renovación ni garantías jurídicas, muchos se ven forzados a limitar su movilidad o replantearse su permanencia en el país. Una fuga de cerebros silenciosa, pero perfectamente evitable.
Una política contra el país que dice proteger
Trump ha elegido un nuevo campo de batalla migratoria: el del profesional extranjero cualificado, aquel que hasta ahora había quedado al margen del discurso xenófobo dominante. Esta vez, la exclusión no se da en la frontera sur, sino en los laboratorios, centros de datos y universidades. La lógica es la misma: desviar la atención del malestar interno culpabilizando al otro, aunque ese “otro” sea quien sostiene la competitividad de la economía estadounidense.
Con esta decisión, la Casa Blanca no protege el empleo local ni fortalece la seguridad nacional. Lo que consigue es deteriorar la reputación de un país históricamente asociado con la innovación abierta y la movilidad profesional. El mensaje es claro: ni siquiera quienes llegan con formación, experiencia y disposición a contribuir al desarrollo colectivo son bienvenidos.
La batalla política en torno a esta medida apenas comienza. Las asociaciones empresariales, los colegios profesionales y buena parte del ecosistema tecnológico preparan ya una respuesta legal. Pero el daño simbólico está hecho. La puerta que durante décadas simbolizó oportunidad y progreso se cierra ahora con una factura de seis cifras.