Hay noticias que pasan por las redacciones sin ruido, sin que se les dé valor; y, sin embargo, tienen una trascendencia global. Su impacto, además, desborda la crónica diaria. Desgraciadamente, el periodismo, como nuestras vidas actuales, sacrifica lo importante por lo inmediato, y más en un mundo que solo quiere que le sirvan higadillos y heces.
Se trata de la orden del Gobierno chino que obliga a sus empresas a no comprar, a partir de ahora, tarjetas gráficas de Nvidia.
La IA es el poder global del presente y del futuro. Quien la domine tendrá a las naciones en su mano y podrá reescribir la historia, como en 1984.
Recordemos el pasado inmediato. Estados Unidos quiso frenar a China cerrándole el grifo de los “servidores de datos” que entrenan la inteligencia artificial. China, en vez de llorar, decidió fabricarse los suyos y organizarse para no depender de nadie. ¿Resultado? Guerra Fría 2.0, con chips en lugar de misiles, discos duros en lugar de microfilms y científicos en vez de espías con gabardina.
Primero, el veto. Ya en el primer mandato de Trump, Washington prohibió vender a China las tarjetas más potentes de Nvidia, la reina de estos chips. El mensaje era simple: “Si no puedes comprar nuestros motores, no podrás construir coches de carreras”. China tomó nota… y cambió de deporte.
En enero de 2025, la startup china DeepSeek presentó un sistema de IA que compite con los mejores. ¿Usó algún chip de Nvidia? Sí, pero muchos menos de los que se emplean en Silicon Valley. El truco no fue la fuerza bruta, sino el oficio: apretar tornillos, pulir el software y exprimir el equipo como un mecánico que gana carreras con un coche barato. Y todas entradas de estraperlo. Moraleja: no siempre gana quien tiene el coche más caro. Y ahora, en septiembre de 2025, nos encontramos con más de media docena de modelos de lenguaje chinos (LLM) que juegan en primera división… y ofreciendo servicios a precios de derribo.
Luego llegó el contraataque. Este verano, EE. UU. aflojó un poco la cuerda y Nvidia intentó vender a China una versión “descafeinada” de sus chips. Duró poco. El 15 de septiembre, Pekín dijo a sus grandes empresas: “No compréis más Nvidia”. No por nacionalismo de pancarta, sino por estrategia: si vas a ser fuerte, aprende a vivir sin el proveedor que mañana te puede cerrar la puerta.
Aquí entra Huawei, aquella a la que el nacionalismo estadounidense ha pretendido prohibir en todo el mundo. Sus chips no son aún los más potentes del planeta, pero han entendido algo básico: si un solo motor no te lleva a la cima, usa muchos motores a la vez. Es la idea del clúster: unir decenas o cientos de máquinas hasta que, juntas, hacen el trabajo del campeón. No es glamour; es logística. Y a China la logística se le da bien.
¿Qué hay detrás de todo esto? Política pura y economía dura. Estados Unidos exporta reglas para conservar el liderazgo global y convertir la IA en su petróleo del siglo XXI. China interioriza capacidades para no depender de esas reglas y, de paso, le hunde el negocio a Wall Street.
En medio, Europa: mucho discurso sobre “soberanía digital”, pero pocas fábricas, y una manía peligrosa de esperar a que otros decidan. Lo saben hasta en Villaconejos, famosa por sus melones: si renuncias a tus herramientas, acabas discutiendo si son galgos o podencos, mientras los demás se llevan el gato al agua.
El aspecto social tampoco es menor. La IA no es una “app” simpática: es una infraestructura que va a decidir productividad, empleos y salarios. Si China abarata su propia capacidad de cómputo y la extiende a toda su economía, empujará precios, ritmos y estándares. Y nosotros volveremos a reaccionar tarde, como ya avisamos en estas páginas: cuando los algoritmos “van al trabajo”, las personas van al paro, la única vacuna es política industrial, formación y reglas que sirvan a la gente, no que llenen comunicados.
La ironía final: cada prohibición diseñada para frenar a China ha sido un curso acelerado para que China aprenda a prescindir de quien prohíbe. Estados Unidos ha enseñado la lección de la dependencia y la sumisión; China ha tomado apuntes y está construyendo independencia. Nvidia seguirá siendo un gigante —nadie lo duda—, pero el partido ya no se juega solo en quién tiene el chip más potente, sino en quién controla el sistema entero.
Si Europa quiere dejar de aplaudir desde la grada, ya sabe lo que tiene que hacer. Y no, no es otra “estrategia” en PDF. Es fábrica, talento y presupuesto.