Con una sala dividida pero decidida, el Tribunal Constitucional se dispone a cerrar uno de los frentes más sensibles del tablero político y judicial español: el encaje jurídico de la ley de amnistía en los casos individuales del ‘procés’. La próxima semana, el alto tribunal abordará en Pleno el aluvión de recusaciones presentadas por líderes independentistas y por Vox contra varios magistrados, y previsiblemente las rechazará, despejando así el camino para entrar al fondo del asunto: si cabe o no la amnistía por malversación tras el 1-O.
El control del TC en juego, entre jurisprudencia y estrategia política
La resolución de las recusaciones no es un trámite menor. El recurso de amparo no solo es la última herramienta legal para Puigdemont, Junqueras, Romeva o Bassa de evitar la sombra de la inhabilitación. Es también una prueba de estrés para la independencia del órgano encargado de interpretar la Constitución. Que quienes protagonizaron el 'procés' acusen a varios magistrados de parcialidad no es anecdótico: apunta al corazón del conflicto entre poder judicial, legislativo y voluntad popular.
El caso más llamativo es el del magistrado conservador José María Macías, cuya recusación fue impulsada por la Abogacía del Estado —una anomalía en sí misma— por sus manifestaciones contrarias a la ley de amnistía mientras era vocal del Consejo General del Poder Judicial. El argumento que entonces sirvió para apartarlo de los debates sobre la constitucionalidad abstracta de la norma no prosperará ahora, cuando se trata de aplicar la ley a casos concretos. Esta distinción, sin embargo, resulta difícil de sostener desde una lógica jurídica rigurosa, lo que alimenta la percepción de una doble vara de medir según quién presente la recusación y con qué fin.
A esto se suman las recusaciones de Puigdemont y Comín contra los magistrados Enrique Arnaldo y Concepción Espejel por sus vínculos con el PP y sus opiniones públicas sobre el conflicto catalán. Aunque previsiblemente también serán rechazadas, reabren el debate sobre la necesaria despolitización del Tribunal Constitucional, hoy marcado por afinidades ideológicas que, lejos de disimularse, han adquirido carta de naturaleza en el debate público.
Las cautelares, un espejo del desequilibrio procesal
Mientras tanto, los recursos de amparo ya admitidos —como los de Junqueras, Romeva y Bassa— siguen su curso, pero el Constitucional se ha resistido a conceder las medidas cautelares solicitadas: el levantamiento de las penas de inhabilitación en tanto se resuelve el recurso. Una vez más, la doctrina de la “excepcionalidad” para este tipo de medidas sirve de escudo a una decisión que, si bien formalmente justificada, no está exenta de connotaciones políticas.
En el caso de Puigdemont, que también ha solicitado la retirada de la orden nacional de detención, se espera que la respuesta sea igualmente negativa. La cautela del TC en este punto contrasta con la velocidad con que se desestimarán las recusaciones. Una asimetría que no pasa inadvertida: la rapidez para proteger la institución, la lentitud para resolver sobre derechos individuales.
La narrativa de la derecha política y judicial se ha centrado en vincular la amnistía con una “impunidad negociada” para quienes desafiaron el orden constitucional. Sin embargo, lo que está en juego ahora no es el juicio sobre los hechos del 1-O, sino la capacidad del Estado para reconciliarse consigo mismo sin poner en riesgo las garantías fundamentales. El Constitucional tiene en sus manos mucho más que una sentencia: tiene el espejo de un país que todavía no ha cerrado su fractura institucional.
Si el Constitucional actúa con la responsabilidad que la historia exige, tendrá que ofrecer algo más que blindajes procesales o rechazos en bloque. Deberá explicar con claridad si el derecho sirve para restaurar la convivencia democrática o solo para castigar a quien la tensó. Porque no se trata ya de Puigdemont o Junqueras, sino de si España puede resolver sus conflictos políticos en términos de derecho y no de revancha.