Lo ha hecho ahora, más de veinte años después, cuando la denuncia ha atravesado el canal interno y ha sido considerada verosímil, cuando el testimonio ya no podía ser reconducido al silencio discreto ni a la esfera privada del arrepentimiento. El relato de los hechos se sitúa en Alicante y en Zaragoza, lugares donde la Iglesia continuaba ejerciendo una presencia cotidiana y naturalizada, integrada en la vida escolar y comunitaria, con estructuras de obediencia y autoridad que no necesitan explicarse porque forman parte del paisaje.
Nada en este anuncio rompe el patrón que ya conocemos: la institución actúa cuando el margen para no hacerlo se estrecha. Y en ese espacio se sostiene buena parte del problema. La Iglesia gestiona el tiempo como un recurso político, como el mecanismo que permite que el daño se diluya en la vida de la víctima, que el entorno se acostumbre a callar, que los relatos encuentren resistencias antes de encontrar escucha. Lo que hoy se presenta como transparencia es, en realidad, el tramo final de un proceso que empezó hace décadas, cuando la persona afectada aún era menor y se enfrentaba a un poder al que había sido enseñada a no cuestionar.
En el comunicado, la orden explica que ha trasladado la información a la Fiscalía, que el acusado ha sido retirado de su cargo en la Conferencia Episcopal y que ahora vive bajo supervisión en una comunidad jesuita, sin contacto pastoral. La forma importa: la redacción es aséptica, deliberadamente contenida, diseñada para exhibir diligencia sin nombrar directamente aquello que está en juego. No se habla de la fractura íntima, de la soledad prolongada, de los años en los que la víctima tuvo que sostener la duda sobre sí misma. Todo queda recogido en una fórmula que pretende transmitir serenidad institucional y control del procedimiento. Pero el procedimiento llega cuando ya no queda nada que proteger salvo la reputación corporativa.
Una estructura que no se revisa
La Compañía asegura que siente “dolor” y que está dispuesta a colaborar. También recuerda que, en el derecho canónico, estos delitos no prescriben del mismo modo que en la justicia ordinaria. La afirmación, que quiere sonar a compromiso, remite en realidad a una lógica conocida: la Iglesia preserva su jurisdicción simbólica incluso cuando asume responsabilidades. Es ella quien decide cómo nombra, cuándo anuncia, en qué ritmo reconoce. Y es ese control del relato lo que garantiza que, aun reconociendo, no renuncie al lugar de autoridad moral que se reserva a sí misma.
No es un caso aislado ni una excepción desafortunada. Es la repetición de un modelo. La institución se mueve sólo cuando la amenaza externa supera a la presión interna, cuando la información podría trascender sin su mediación, cuando el riesgo de daño institucional es mayor que el coste de admitir lo que durante años fue sabido en silencio. Las víctimas siempre llegan antes que la institución.
A estas alturas, el reconocimiento no repara. Solo pone por escrito lo que ya era evidente. La Iglesia dice que escucha, pero escucha cuando no le queda alternativa.