La última macroencuesta de AXA e Ipsos revela una combinación poco frecuente en Europa: una ciudadanía que reconoce vivir en un país profundamente fracturado, pero que al mismo tiempo muestra una disposición superior a la media a considerar la inmigración como parte imprescindible de la respuesta al envejecimiento demográfico. España aparece así como un caso singular, consciente de sus riesgos internos y, a la vez, más pragmática que otros socios europeos en un terreno donde predominan las posiciones defensivas.
La encuesta señala que el 40% de los españoles ve en la inmigración un instrumento eficaz para mitigar el envejecimiento de la población, una perspectiva que no alcanza esos niveles en ningún otro país europeo. Entre los expertos consultados, la proporción asciende al 47%, lo que sugiere que la discusión en España no se limita al terreno emocional o identitario: hay conciencia de que la sostenibilidad del sistema público —pensiones, cuidados, sanidad— depende en parte de la capacidad de integrar nuevos perfiles laborales.
La realidad demográfica es obstinada y los españoles parecen haberla incorporado con una madurez poco habitual en el debate europeo. Pero esta mirada razonada convive con otra línea de fondo: el 58% de la población considera que el país vive una fragmentación interna que supera con holgura la media mundial. No se trata de una disgregación cultural, sino de una brecha política que opera como eje de la desconfianza en las instituciones y del desgaste del espacio público.
La combinación de ambos elementos —apertura migratoria y sensación de división— dibuja un país que busca soluciones sin creer demasiado en quienes deben implementarlas.
Entre los expertos españoles hay un diagnóstico casi unánime sobre la próxima década: riesgo de estrés en el sistema público de pensiones, aumento de la demanda sanitaria y un incremento notable del aislamiento de la población mayor. No son temores nuevos, pero su consolidación muestra la distancia entre las necesidades detectadas y la respuesta política que se percibe insuficiente, cuando no errática.
El estudio confirma también que la ciudadanía tiene una idea clara de qué elementos cohesionan —la lengua, las tradiciones, ciertos hábitos compartidos— y cuáles erosionan esa cohesión: la polarización política y la instrumentalización de identidades religiosas o ideológicas. En ese terreno, España comparte con otros países europeos un malestar que se presenta como permanente: la sensación de habitar una “policrisis”, una cadena de incertidumbres que se retroalimentan.
Sin embargo, donde otros retroceden hacia posiciones defensivas, la sociedad española parece optar por un realismo abierto: sabe que necesita población activa y no registra un rechazo frontal al fenómeno migratorio, incluso en un contexto de ruido político extremo. Esa distancia entre la crispación institucional y la percepción ciudadana continúa ampliándose, y exige lecturas políticas más sofisticadas que el simple discurso del miedo.
Un país que identifica los riesgos sin renunciar a respuestas inclusivas
La encuesta revela una paradoja útil para entender el debate español: la población desconfía de la capacidad del sistema político para gestionar los desafíos, pero no se refugia en soluciones excluyentes. Constatado el envejecimiento y la fragilidad del sistema de cuidados, la inmigración se percibe no como una amenaza, sino como parte de la ecuación necesaria.
Este dato adquiere mayor relevancia si se observa el ascenso del populismo en otras democracias europeas, donde la inmigración se instrumentaliza como detonante de todos los males. En España, pese a que ciertos sectores insisten en importar ese marco discursivo, la sociedad mantiene una percepción más pragmática y menos condicionada por la retórica del miedo.
No elimina el riesgo de desinformación ni neutraliza los discursos extremos, pero sí establece un suelo común desde el que abordar políticas públicas con una mirada menos reactiva y más orientada a largo plazo. El país admite su fragmentación, pero no renuncia a reconocer la evidencia demográfica ni a buscar soluciones que no deterioren aún más la convivencia. Ese equilibrio, frágil pero persistente, es quizá el dato más relevante del estudio.