Pedro Sánchez ha vuelto a hacer lo que mejor se le da: resistir. Esta vez, en la comisión del Senado sobre el llamado caso Koldo, el presidente del Gobierno español desplegó su versión más combativa y, al mismo tiempo, más predecible. Defendió con vehemencia a su esposa, Begoña Gómez, negó cualquier relación con el rescate de Air Europa y devolvió los golpes comparando la situación con los presuntos contratos del hermano de Isabel Díaz Ayuso. En la España política, la autodefensa ya no es un acto de rendición de cuentas, sino un ejercicio de supervivencia teatral.
Sánchez llegó al Senado con el gesto estudiado de quien sabe que no comparece ante una cámara de control, sino ante una cámara de ecos. El “caso Koldo”, que empezó como una investigación sobre las comisiones en la compra de mascarillas durante la pandemia, ha derivado en un contenedor simbólico donde la oposición deposita todos los males del socialismo y donde el presidente, a su vez, ensaya su narrativa del asedio. En ese teatro circular, nadie espera nuevas pruebas; solo nuevas frases.
El presidente lo dejó claro desde el inicio: Begoña Gómez, dijo, “nada tuvo que ver” con el rescate de Air Europa. Lo repitió con la precisión de quien sabe que en política la insistencia sustituye a la evidencia. Y, para reforzar el argumento, citó a la Guardia Civil como árbitro moral. “Para algunas formaciones los informes de la UCO son la Biblia cuando les viene bien, y papel mojado cuando no.” En el lenguaje parlamentario, pocas frases son tan eficaces como las que reparten cinismo a partes iguales.
Pero lo que distinguió su intervención no fue la defensa jurídica, sino el contraataque político. En lugar de limitarse a negar los hechos, Sánchez invocó el espejo: “¿Qué diría el PP si la Administración hubiera dado un millón y medio de euros a una empresa y mi hermano hubiera cobrado una comisión de 280.000 euros por mascarillas?”. En otras palabras: si todos son culpables, nadie lo es del todo. En España, el barro político es más eficaz que el jabón institucional.
El recurso al espejo es una constante en el sanchismo. Ante cada acusación, el presidente responde con un “y tú más” de diseño, envuelto en apelaciones a la coherencia y a la doble moral de la derecha. Lo que podría sonar como evasión se transforma en su narrativa más potente: la de un líder asediado que se mantiene firme frente a una oposición “hipócrita” y una ultraderecha “moralmente histérica”. El problema, por supuesto, es que ese relato no limpia la mancha, solo la redistribuye.
La senadora de Más Madrid, Carla Antonelli, le dio pie a uno de los momentos más extraños de la jornada al aludir al “brutal acoso” que ha sufrido Begoña Gómez, recordando la campaña que la caricaturaba como “Begoño” e insinuaba una identidad transexual. Sánchez aprovechó para elevar el tono moral y denunciar el “odio de la ultraderecha”, comparando el episodio con ataques similares a las esposas de Emmanuel Macron o Barack Obama. La comparación, sin embargo, tenía algo de desmesurada: en Francia y Estados Unidos, los rumores fueron marginales; en España, son munición de uso diario.
La política española, convertida en un ecosistema de indignación permanente, ha hecho del escándalo un género en sí mismo. La comisión sobre el “caso Koldo” no busca tanto esclarecer responsabilidades como perpetuar la guerra narrativa. En ella, el PSOE presenta al presidente como víctima de una conjura mediático-judicial y el PP lo retrata como un monarca rodeado de cortesanos corruptos. La verdad queda atrapada entre hashtags.
En este contexto, la figura de Begoña Gómez se ha transformado en una metáfora involuntaria: la de la difusa frontera entre lo público y lo privado, entre el poder político y el círculo íntimo que lo acompaña. El presidente insiste en que su esposa “nada tuvo que ver” con el rescate de Air Europa; la oposición sugiere que su cercanía a empresarios influyentes la hace parte del problema. Nadie ofrece pruebas concluyentes, pero eso importa poco. En la era de la sospecha permanente, la insinuación es más rentable que la demostración.
Sánchez, fiel a su instinto de superviviente, también abordó el episodio de Delcy Rodríguez, la vicepresidenta venezolana que aterrizó en Madrid en 2020 pese a tener prohibida la entrada en la Unión Europea. El presidente alegó desconocimiento: dijo que no sabía de la visita, que fue José Luis Ábalos quien la gestionó, y que en cualquier caso el contacto fue “ordinario”. Lo extraordinario, sin embargo, es que un presidente del Gobierno español considere “habitual” que altos cargos extranjeros lleguen al país sin su conocimiento. Pero en el manual de Sánchez, lo improbable siempre acaba sonando inevitable.
Aun así, su tono no fue el de un hombre acorralado, sino el de un político que se siente cómodo en el fango. Sánchez entiende el barro como parte del paisaje. Mientras la oposición busca erosionar su credibilidad con acusaciones morales, él convierte cada embate en una prueba de resistencia personal. De ahí su insistencia en recordar que ha sido “el presidente que más ha comparecido en las Cortes Generales”, como si la cantidad de explicaciones compensara su contenido.
El resultado es un extraño equilibrio: un gobierno que sobrevive al descrédito y una oposición que se alimenta de él. En España, el poder se ha vuelto una forma de resistencia emocional más que de gestión pública. La sesión del Senado no reveló nada nuevo sobre el “caso Koldo” ni sobre Begoña Gómez; sí mostró, una vez más, el paisaje de una democracia fatigada donde cada institución es escenario de una guerra narrativa sin fin.
Sánchez seguirá repitiendo que todo es una conspiración y que la historia le absolverá; el PP insistirá en que el país vive bajo un régimen clientelar; y los votantes, atrapados entre la incredulidad y el hastío, seguirán viendo cómo la rendición de cuentas se convierte en espectáculo. La política española, al fin y al cabo, ya no se mide por la verdad, sino por la capacidad de cada bando para imponer su versión del escándalo.
En eso, Pedro Sánchez ha demostrado ser un maestro consumado: un político que convierte cada acusación en argumento, cada comisión en escenario, y cada crisis en oportunidad para reforzar su relato. No se trata de limpiar su nombre, sino de sobrevivir al juicio público. Y en esa disciplina, pocos lo superan.