Pedro Sánchez ha optado por una estrategia menos dramática pero igual de arriesgada: la gestión del tiempo. En una ronda de entrevistas inusualmente extensa, de Rac-1 a TVE, el presidente del Gobierno ha reconocido retrasos, defendido avances, insinuado futuros acuerdos y sugerido que, pese a la ruptura con Junts, la legislatura aún puede sostenerse. La sucesión de mensajes, más que una rectificación, dibuja un patrón: Sánchez gobierna navegando entre compromisos a medio cumplir, presiones territoriales y un tablero parlamentario que se recompone casi a diario.
La confesión inicial llegó desde Barcelona. En Rac-1, Sánchez admitió “incumplimientos y retrasos” en la ejecución de lo pactado con Junts para su investidura de 2023, un acuerdo que describe no como una simple transacción parlamentaria, sino como “la oportunidad” de encarrilar un conflicto político que atraviesa generaciones. La contrición venía acompañada de un anuncio: el Consejo de Ministros aprobará un decreto con parte de los compromisos adquiridos con los posconvergentes. Entre ellos, la flexibilización de las inversiones financieramente sostenibles para ayuntamientos y entes locales, y una ampliación de plazos para facilitar la digitalización de la facturación empresarial. Es la clase de medidas técnicas que, en el ecosistema político español, acaban pesando más de lo que suenan.
Los próximos consejos, adelantó el presidente, incluirán ayudas a propietarios afectados por impagos de alquiler de jóvenes o familias vulnerables. Cuando el entrevistador deslizó la palabra “okupaciones”, Sánchez adoptó un tono prudente: el asunto, explicó, está en tramitación parlamentaria y avanza “en la buena senda” hacia un acuerdo con otros grupos. Era una respuesta medida que refleja el delicado equilibrio entre seguridad, vivienda y la batalla simbólica que la derecha lleva meses librando en torno al orden público.
Pese al distanciamiento con Junts, el presidente insiste en que presentará los Presupuestos Generales del Estado y que “no renuncia” a aprobarlos. Alega que las cuentas vigentes permitirían agotar la legislatura y que las nuevas responden a objetivos de redistribución de la riqueza y estabilidad económica. Se trata, en realidad, de una demostración de resiliencia política: incluso sin una mayoría fiable, el Gobierno se declara dispuesto a desafiar el calendario y a proyectar normalidad institucional.
La normalidad, sin embargo, es relativa. Sánchez aprovechó su paso por la radio catalana para cargar contra la “obscena celebración” con la que el Partido Popular y la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, han reaccionado a la condena del Tribunal Supremo al fiscal general. El presidente dijo esperar que “otras instancias” corrijan el fallo, subrayando que aún no se conocen los detalles de la sentencia. Su crítica, más moral que jurídica, tenía un destinatario interno: el electorado progresista que observa con inquietud la escalada entre el Gobierno y el poder judicial.
El terreno donde Sánchez camina con más cuidado es el de la financiación autonómica y la Hacienda catalana. Prometió que el Gobierno presentará un nuevo sistema de financiación, “no un café para todos”, sino un reconocimiento explícito de la diversidad territorial. En cuanto a la recaudación desde una Agencia Tributaria catalana, un compromiso con ERC, admitió que su cumplimiento será difícil y pospuesto en el tiempo por “complejidad técnica”. Era una forma elegante de dejar claro lo que cualquiera en el Ministerio de Hacienda comprende: algunas promesas políticas requieren varios boletines oficiales y no pocos equilibrios constitucionales.
El presidente también dedicó palabras al caso Ábalos, minimizando el potencial daño que podrían causar futuras revelaciones del exministro de Transportes, hoy en prisión preventiva. La línea oficial es contundente: ni amenazas ni chantajes alterarán al Gobierno. Sánchez presentó a su administración como un punto de inflexión en la lucha contra la corrupción estructural heredada, una afirmación que forma ya parte de su narrativa identitaria.
Pero la declaración más significativa, al menos en términos históricos, llegó desde TVE. Preguntado por Carles Puigdemont, Sánchez afirmó que espera que el expresident “pueda volver pronto” a Cataluña y ejercer “en plenitud sus derechos políticos”. Justificó la ausencia de una visita a Bruselas por mera falta de “ocasión”, aunque insinuó que un encuentro futuro sería coherente con su agenda de normalización. La frase era tanto un gesto hacia el independentismo pragmático como una señal a la comunidad internacional de que España aspira a cerrar definitivamente la herida abierta en 2017.
El presidente admitió que no ha hablado recientemente con Puigdemont, pero expresó su deseo de retomar el contacto: “Creo que merece la pena y que la sociedad catalana lo quiere ver”. En esta afirmación reside el núcleo de su estrategia: convertir la relación con Junts en un vector de deshielo político, incluso cuando las tensiones parlamentarias dificultan cualquier coreografía estable.
Sánchez gobierna, en esencia, desde una intemperie controlada. Reconoce retrasos, promete avances, acusa a sus adversarios de impunidad moral y ofrece a Cataluña una combinación de realismo técnico y gestos simbólicos. No es una fórmula de estabilidad, pero sí una forma de resistencia política en un país donde los acuerdos se negocian cada semana y los desencuentros se administran a cámara lenta. En ese equilibrio frágil, parte convicción, parte supervivencia, se escribe la crónica cotidiana del debilitado poder en España.