El riesgo real de convertir la sanidad en un apéndice contable

La gestión privada exhibe de nuevo sus límites mientras el sistema público afronta una pregunta que ya no admite aplazamientos

05 de Diciembre de 2025
Actualizado el 09 de diciembre
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El riesgo real de convertir la sanidad en un apéndice contable

La sanidad pública solo preserva su esencia cuando la protección de la salud permanece ajena a incentivos financieros. Cada fisura en ese principio —aunque se presente como excepción técnica— abre un espacio que otros intentan convertir en norma.

El debate que ha vuelto a instalarse no surge por un episodio aislado ni por la actuación de un operador concreto. Lo que aflora es algo más profundo: el desplazamiento progresivo del eje que sostiene al sistema sanitario, un proceso que se ha consolidado mientras se defendía la externalización como si fuera una herramienta neutra, ajena a consecuencias estructurales.

No se necesita un caso particular para entender la deriva. Basta con observar cómo ciertos criterios económicos han ido penetrando en ámbitos que antes respondían exclusivamente a la necesidad clínica. Esa sustitución silenciosa, asentada durante años, es hoy imposible de ignorar. La retórica de la eficiencia —repetida como argumento incuestionable— ha servido para legitimar un modelo en el que decisiones fundamentales pueden verse condicionadas por cálculos que nada tienen que ver con la salud pública. El fenómeno no se aprecia en una gran declaración, sino en los pliegues del funcionamiento cotidiano: hospitales gestionados por empresas con capacidad para reorganizar prioridades; servicios cuya carga asistencial se ajusta según previsiones de actividad; áreas donde la planificación sanitaria depende, de facto, de operadores cuyo mandato es financiero. Esa doble autoridad, que no figura en ninguna norma, define ya demasiados tramos de la atención sanitaria.

Cuando una empresa puede influir en el orden de atención, en la intensidad asistencial o en la forma de distribuir los recursos, el sistema público deja de ser plenamente público, incluso si la titularidad sigue siendo de la administración.

Un equilibrio roto

Un sistema sanitario que aspire a ser universal, equitativo y planificado no puede sostenerse si incorpora incentivos que conducen a seleccionar procedimientos, rediseñar cargas asistenciales o priorizar actividades con mayor retorno económico. No es un reproche moral a las empresas —su naturaleza jurídica las obliga a atender al beneficio— sino una constatación de que esa lógica resulta incompatible con el interés general cuando se traslada al corazón de la sanidad.

El argumento de la eficiencia, usado durante años para justificar la expansión de este modelo, se ha demostrado insuficiente. No ha generado los ahorros anunciados ni ha mejorado la cohesión territorial. Lo que sí ha producido es una dependencia difícil de revertir y una opacidad contractual que limita la capacidad de control democrático. Los riesgos estaban señalados desde hace tiempo; ahora, simplemente, han perdido la cobertura del discurso tecnocrático que pretendía minimizarlos.

La cuestión ya no es ideológica, sino estructural: ¿puede un sistema público garantizar la igualdad de acceso si partes relevantes de su funcionamiento responden a mecanismos que le son ajenos?

El punto de no retorno

La respuesta se encuentra en efectos que no requieren escenarios extremos. Basta con observar cómo se acumulan pequeñas señales: servicios tensionados porque ciertas intervenciones se retrasan; derivaciones que no obedecen a criterios clínicos; sobrecarga de la red estrictamente pública para absorber lo que otros priorizan menos. La suma de estos desvíos acaba configurando un patrón que, aunque se presente como incidental, termina siendo sistémico.

La colaboración con el sector privado no es en sí misma problemática. Lo decisivo es qué funciones se delegan, bajo qué condiciones y con qué capacidad real de intervención conserva la administración. Si lo que se externaliza no es la gestión, sino parte del poder de decisión, la sanidad deja de comportarse como un servicio esencial para migrar hacia un mercado regulado. Y ese tránsito, una vez iniciado, tiene difícil marcha atrás.

Las administraciones han reaccionado con anuncios de auditorías y refuerzos de control. Son respuestas necesarias, pero no abordan la pregunta principal: si están dispuestas a revisar un modelo que ha transferido demasiado poder a operadores cuya lógica no coincide con la del sistema público. La sanidad conserva aún margen para corregir trayectoria, pero la ventana no es ilimitada. Lo que se discute estos días no es un incidente, sino la capacidad de un sistema público para proteger su razón de ser frente a presiones que introducen criterios ajenos a la salud. Y lo indisponible —eso que no puede delegarse nunca— es claro: la salud no puede convertirse en el efecto secundario de un balance financiero.

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