España ha visto a muchos políticos retirarse a think tanks o consejos de administración. Pablo Iglesias eligió otro camino. Su presencia habitual en Las Mañanas de RNE sirve tanto para interpretar la agenda pública como para tensarla. Su análisis, más que un ejercicio académico, funciona como diagnóstico del desgaste institucional que atraviesa el país.
Este lunes, Iglesias volvió a mirar al pasado para arrojar una sombra inquietante sobre el presente. Recordó la entrevista en la que Pedro Sánchez, en pleno 2019, aseguraba que no podría tenerlo en el gobierno porque necesitaba un vicepresidente capaz de declarar que el Poder Judicial era independiente del Ejecutivo y que en España nadie era encarcelado por sus ideas. Meses después, Iglesias fue nombrado vicepresidente, pero considera que la confianza del presidente en la independencia judicial se ha desvanecido.
Crisis de legitimidad judicial
El detonante es reciente: el fallo contra el fiscal general del Estado. Para Iglesias, la reacción del Gobierno (defender la independencia judicial aun cuando el fallo perjudica al Ejecutivo) es, literalmente, un “acto de pagafantismo”. Su crítica, lejos de ser anecdótica, pone el dedo en una llaga profunda: la creciente percepción de que la justicia española no es neutral, sino un campo de batalla político.
“Pedro Sánchez ya no piensa igual”, sentencia Iglesias. En su relato, el presidente habría abandonado la fe en la neutralidad institucional para asumir una realidad más cruda: que el sistema judicial ha sido capturado, o al menos influenciado, por sectores afines al Partido Popular. Una afirmación extrema, pero que conecta con un problema real: la creciente politización de casos que afectan directamente al Gobierno. La gravedad del análisis reside en lo que propone después y, sobre todo, en focalizar la situación de la Justicia en España sólo en términos ideológicos cuando hay ciudadanos y pequeñas empresas que ven todos los días cómo los jueces, sobre todo en los juzgados de lo Mercantil y en las altas instancias, se someten a los intereses de los poderes no democráticos.
"A Sánchez lo meterán en la cárcel"
No es habitual que un exvicepresidente del Gobierno hable de la posibilidad tangible de que el presidente acabe en prisión. Iglesias lo hace con naturalidad, y lo extiende al ministro de Justicia. Según su argumentación, un eventual Gobierno PP–Vox utilizaría el aparato judicial para perseguir al adversario, independientemente de los hechos o de la legalidad. "Yo creo que el presidente del Gobierno tiene que calcular que le van a meter en la cárcel y da igual lo que haya hecho y lo que no haya hecho y lo mismo el ministro de Justicia", ha afirmado Iglesias.
Es una acusación explosiva que, sin embargo, no brota de un vacío: se alimenta del clima político español, donde los partidos han convertido la judicialización en un arma recurrente y donde parte del electorado ha normalizado la idea de que los jueces son actores políticos más que árbitros.
Iglesias, con su estilo habitual, articula un temor que circula por sectores de la izquierda: que la renovación democrática del sistema judicial sigue siendo un objetivo inalcanzable, y que la derecha no solo lo asumió hace tiempo, sino que lo considera una ventaja estratégica.
El factor Ayuso
La referencia explícita al novio de Isabel Díaz Ayuso, cuyo caso judicial ha provocado una guerra abierta entre el PP madrileño y el Gobierno central, añade otra capa al análisis. “Yo controlo a quien hay que controlar”, afirma Iglesias, citando lo que interpreta como la lógica interna del PP. La frase, exagerada o no, resume cómo ve la izquierda radical la relación de la derecha con las instituciones: como un juego de poder en el que la judicatura forma parte del arsenal político.
La acusación no es nueva, pero adquiere una resonancia particular cuando procede de un exvicepresidente. Señala hasta qué punto la confrontación ha contaminado todos los niveles: gobierno central, gobiernos regionales, medios de comunicación, tribunales y opinión pública.
Del politburó a la “tertuliocracia”
La conversión de Pablo Iglesias en analista no es solo una elección personal: es un síntoma del escenario político español. En un ecosistema donde el Parlamento no legisla y los partidos no pactan, la política se desplaza a los platós y los micrófonos. Y en ese terreno, Iglesias domina como pocos.
Su discurso, más emocional que institucional, tiene una función precisa: mantener viva la narrativa de que la izquierda sigue siendo víctima de un sistema estructuralmente hostil, incluso después de haber gobernado. Y esa narrativa, aunque polarizante, encuentra eco en un país donde la confianza en las instituciones está en mínimos históricos.
Atrapados en la sospecha
Detrás de las palabras incendiarias de Iglesias hay una verdad incómoda: España vive una crisis sostenida de legitimidad institucional. No porque los tribunales no funcionen, sino porque funcionan mientras una parte significativa del país sospecha de su imparcialidad. Y lo mismo ocurre con los partidos, los medios y el propio gobierno.
Iglesias no inventa esa desconfianza; la explota. Y al hacerlo, amplifica las grietas de un sistema político que lleva una década sin resolver sus tensiones estructurales: la polarización, la falta de pactos y una cultura institucional basada más en la confrontación que en la negociación.
La figura de Iglesias, desde la tribuna mediática, sirve como recordatorio de que España no ha logrado estabilizar su democracia desde la irrupción del multipartidismo. Que el conflicto entre poderes se ha normalizado. Y que el relato de la persecución política (real o percibida) sigue siendo un instrumento potente para movilizar a los propios y deslegitimar a los adversarios.