Hace unos días, uno de los hombres más machistas y homófobos que conozco -producto de una educación lamentable (no elegimos a muchas personas que nos rodean, y con frecuencia olvidamos que en algunos hogares existen microcosmos extremadamente atrasados)- me dijo que su hija de 12 años les había confesado a él y a su esposa que no se siente mujer ni tampoco atraída por los varones. Él es uno de esos machitos de reacciones violentas y burlas hirientes que habla sin ninguna consideración hacia los demás, de manera que no quiero pensar por qué infiernos habrá pasado la menor al comprobar a lo largo de los años que no se adaptaba al ideal de mujer que, con toda la carga de prejuicios y estupideces, defendía su padre.
Durante los últimos 9 años he aguantado con paciencia sus comentarios de taberna por defender al colectivo LGTBI. En esas críticas, frecuentemente envueltas en bromas, hay mucho de verdad (sobre sí mismo) y de homofobia. Porque, en el fondo, alguien como él considera sencillamente imposible que los heterosexuales podamos luchar por los derechos de los homosexuales; esto significa que no percibe a un defensor del colectivo LGTBI como ”heterosexual puro” (uso su lenguaje), lo que implica que podría estar ante un homosexual, es decir, frente a alguien esencialmente pervertido (de nuevo utilizo su lenguaje).
En muchas personas también persiste -como siempre ha ocurrido- un temor atávico a defender públicamente a los homosexuales porque eso significa señalarse a uno mismo como homosexual. Las personas educadas en ambientes muy machistas no suelen ser capaces de superar esta barrera porque de todos es sabido que alguien que lucha por los derechos de los homosexuales es menos hombre. Por supuesto, que el mismo concepto de “hombría” apesta a machismo y heteropatriarcado, pero aún mantiene en determinados entornos una vigencia extraordinariamente pujante y resistente al cambio. Defender a los homosexuales no te “hace menos hombre” -signifique lo que esto signifique-, sino más humano y, desde luego, más valiente por hacerlo en determinados ambientes.
Hemos avanzado, pero no tanto como parece. No es por el repunte de las agresiones homófobas, sino porque aún hay muchos heterosexuales que no se implican en las luchas por los derechos de todos. Y digo de todos porque la hija de este hombre podrá casarse, podrá adoptar menores y podría recibir pensión de viudedad si se dedicase al cuidado de los niños y no a desarrollar una vida profesional, con todo lo que significa cobrar una pensión en cuanto a evitar la marginación económica. Todo eso tiene un nombre: derechos, y los derechos no caen del cielo, se pelea por ellos en las calles o defendiendo iniciativas que, con demasiada frecuencia, encuentran una enorme resistencia en la sociedad.
Recuerdo perfectamente cómo, en 2005, había mesas instaladas de forma permanente en la calle Goya de Madrid, en las que se pedían firmas contra la Ley de Matrimonio Igualitario promovida por Pedro Zerolo y José Luis Rodríguez Zapatero, y recuerdo también los millones de personas que se manifestaron en toda España contra estas uniones (con el apoyo del PP), pese a que ahora, como le sucederá en pocos años a la hija de este conocido, se acogen a sus beneficios. Por cierto, que en algunas de estas mesas se vendían vítores de Franco, imágenes de José Antonio y banderas de España con el águila franquista.
Este caso no es una excepción, sino una muestra de estructuras arcaicas que aún perviven en nuestra sociedad. Los hijos de personas como este hombre encarnan la esperanza que sus padres niegan con su cerrazón. Él cree haber sido un buen padre porque dice no haber inculcado a sus hijos odio por los homosexuales, pero eso no contribuye a crear un mundo más igualitario. Aunque, en realidad, debería ser consciente de que se lo ha inculcado en maneras que no comprende: las evaluaciones de los niños comienzan mucho antes de que tengan una comprensión total de las categorías sociales a las que se aplican determinados comentarios. Esto significa que hay un conocimiento intuitivo anterior al conocimiento consciente, es decir, apoyado en las formas reflexivas que genera en sus mentes el discurso social (de los padres).
Las antropólogas María Phylactou y Christina Toren demostraron que las actitudes hacia distintos grupos son aprendidas y, por tanto, transmitidas en buena parte de forma inconsciente a partir de manifestaciones corporales como gestos, miradas, entonaciones, distancias, formalidades, evitaciones y tipos de lenguaje usados, enraizados en la experiencia de la vida cotidiana, que forman la base del aprecio, desprecio, rechazo y devaluación hacia los demás. Todo esto se configura en el entorno que más define nuestros valores/contravalores: la familia, y todos sabemos lo difícil que es extirpar del subconsciente lo que nos enseñan en la infancia. Es necesario educar a los niños en formas proactivas de lucha contra la homofobia, que es distinto a la estupidez de no inculcar odio. La neutralidad no educa. Los homosexuales necesitan aliados activos que no transijan con el odio en ninguna de sus formas.
Un/a homosexual puede nacer en cualquier familia, incluso en aquellas en las que un retrógrado progenitor proclama con orgullo que “nunca ha habido uno”. Estas afirmaciones terminan por generar un ambiente asfixiante que resulta ser el infierno para los niños homosexuales, que sienten que no responden a los deseos de sus padres y comienzan a vivir su afectividad de forma traumática. La homosexualidad no es “lo que les pasa a los otros”, la homosexualidad es una circunstancia humana totalmente normal, la homosexualidad somos todos. Por eso hay que luchar por los derechos del colectivo LGTB y convertir los hogares y todos los entornos en lugares de acogida y amor y no de rechazo.