No he podido asistir en persona, pero unas camaradas se han pasado por mi casa después de vivir la jornada con los músculos tensos y el corazón en la garganta, se han sentado en mi mesa todavía con el temblor en las manos y me han mostrado los vídeos que grabaron, las voces que se les quebraban y los ojos encendidos de una ciudad que por fin comprendió que no se puede convertir el dolor ajeno en telón de fondo para un espectáculo patrocinado, y mientras pasaban las imágenes he sentido que Madrid, esta ciudad tantas veces adormecida por la obediencia y la rutina, hoy ha estado a la altura de su propia historia y ha dicho con la dignidad de quien se hace cargo de su tiempo que no habrá blanqueamiento posible del genocidio que Israel ejecuta sobre el pueblo palestino, no en nuestro nombre, no en nuestras calles, no sobre nuestro asfalto.
Conviene recordar —porque los verdugos siempre confían en nuestra amnesia— que la participación del equipo Israel-Premier Tech en la Vuelta no es un capricho deportivo, sino una estrategia de propaganda que busca colonizar el imaginario colectivo con la falsa naturalidad de lo intolerable, bordar en un maillot lo que no se puede lavar en ningún río, hacer que la palabra “Israel” aparezca asociada al triunfo y no a los hospitales reducidos a cascotes, a los niños que aprenden a distinguir el silbido de los misiles antes que la tabla de multiplicar, a las madres que ya no saben si lloran por lo perdido o por lo que aún falta por perder; eso es lo que se pretendía: que el deporte sirviera de coartada respetable a la impunidad, que los ciclistas y sus ruedas veloces funcionaran como cortina de humo para el espanto, que el podio hiciera de púlpito y el cronómetro de absolución.
Pero la indignación, cuando se convierte en decisión, despierta a las ciudades y a los pueblos, sin pedir permiso, sin solicitar audiencia, sin esperar a que el poder conceda lo que la conciencia exige, y hoy Madrid se ha despertado con un rugido que ha atravesado las vallas y los cordones policiales, ha convertido la provocación de un final publicitario en una macromanifestación contra la barbarie, ha desbordado el guion cuidadosamente escrito por los organizadores y sus socios, ha suspendido la última etapa con la fuerza serena de miles de ciudadanas y ciudadanos que ocuparon el lugar que les corresponde en la historia, y la carrera —que aspiraba a terminar con confeti y protocolos— se quedó sin su liturgia porque la liturgia de la justicia, cuando se presenta, lo eclipsa todo.
He visto en esos vídeos a muchachas y a viejos, a mujeres que empujaban carritos y a abuelas que conocen el precio de cada conquista; he oído consignas que ya son patrimonio de una memoria transversal que no se deja encerrar en siglas, y he reconocido el instante en que una multitud deja de ser público y se vuelve pueblo, ese pueblo que hace 80 años hizo famoso en el mundo entero el grito: “Madrid será la tumba del fascismo”. Y para conseguirlo durante cuarenta años de dictadura y otros tantos de democracia los activistas antifascistas hemos invertido la salud y la vida en una lucha desigual que ha llevado a varias generaciones a sufrir detenciones, torturas y ejecuciones antes que rendirse ante el poder criminal de los que como Netanyahu quieren exterminar a todo aquel que se oponga a sus propósitos genocidas.
Este domingo 14 de septiembre se suma a tantos otros días de unión del pueblo contra los crímenes de los poderosos. Las masas actúan impulsadas por la emoción que palpita el corazón y las gargantas se coordinan sin ensayo previo y los pasos improvisan una coreografía que ningún director hubiese osado pedir, porque nadie obedece a nadie y, sin embargo, todos se obedecen a sí mismos y a la verdad que los convoca. “Free Palestine” no es una consigna: es un contrato moral.
Alguien dirá mañana —los bien pensantes siempre llegan puntuales a su cita con la hipocresía— que el deporte debe permanecer al margen de la política; yo les responderé con la evidencia que la jornada ha estampado sobre el asfalto: el deporte solo permanece al margen de la política cuando sirve a los poderosos, cuando inaugura estadios con discursos huecos y cierra contratos con manos enguantadas, cuando necesita de nuestra distracción para que el negocio fluya y la propaganda haga su trabajo, pero cuando la ciudadanía cruza la línea, se planta y dice basta, entonces se descubre la trampa, se rasga el velo y se entiende que la neutralidad era una mentira conveniente y que la verdadera decencia consiste en interrumpir el espectáculo cuando ese espectáculo se pretende ariete del olvido.
No me pidan moderación frente a las imágenes de Gaza, no me pidan ecuanimidad ante la contabilidad del horror; yo celebro la suspensión de la etapa como se celebra una victoria, no por el júbilo del adversario humillado, sino por el alivio de haber impedido, aunque sea por un día, que se utilicen nuestras plazas para santificar lo que debería avergonzar a cualquiera que aún conserve un resto de sensibilidad; celebro que no haya habido podio ni corona, porque antes que la ceremonia está la justicia, y sin justicia toda ceremonia es obscena.
Madrid se erige nuevamente en vanguardia de la lucha de un pueblo contra la injusticia, el crimen y el propósito de exterminar la conciencia de seres humanos, como pretende el gobierno israelí, y aplaude sin vergüenza el gobierno de la Comunidad de Madrid, cuyos dirigentes están en todas las televisiones criticando la sublevación ciudadana contra la vergonzosa participación del equipo israelí en la Vuelta ciclista con el beneplácito de los gobiernos autonómicos y los ayuntamientos en donde se han instalado los amigos de Netanyahu.
Que este domingo no se disuelva en el calendario como una anécdota, que no se encapsule en la crónica deportiva ni se reduzca a un parte de incidentes: que marque el camino y sirva de ejemplo para otras ciudades y otros países, donde el sionismo intenta lavarse la cara llena de sangre; que cada vez que un patrocinio aspire a tapar una masacre encuentre enfrente la marea de una ciudadanía que ha aprendido a unir la memoria con la solidaridad, la compasión con la firmeza, la ética con la acción, y que ya no pide permiso para defender lo obvio: que ninguna victoria deportiva compensa una sola vida segada, que ninguna clasificación general pesa lo que pesa una tumba pequeña.