Beatriz Eduarte

El susto y la pena

02 de Noviembre de 2025
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El susto y la pena

No soy psicóloga ni psiquiatra. Tampoco experta en lenguaje corporal, pero hay imágenes que hablan por sí solas. Que, nada más verlas, calan hondo, aunque antes de darle a ‘reproducir’ aparezca una advertencia: «estas imágenes pueden herir su sensibilidad» o «estas imágenes pueden herir gravemente su sensibilidad». «Herir gravemente su sensibilidad». ¿Dónde se halla acaso la sensibilidad del ser humano? Porque según el diccionario de nuestra lengua, «sensibilidad», como tal, acomete a un concepto relacionado con la facultad de sentir. Aunque también responde a una cualidad, y, para rematar –nunca mejor dicho–, a la manera peculiar de sentir o de pensar. Quién sabe, quizá el término no sea el más apropiado, y tampoco es para meter el dedo en la llaga. No. Esto no va de eso, sino de reunir el coraje para contemplar la realidad de un asesinato, a sangre fría, delante de cámaras y testigos. En este sentido, cualquiera diría que el presente que nos aborda y nos rodea se ha empeñado en normalizar aquello que, seamos honestos, no tiene nada de normal. ¿Estamos insensibilizados? ¿Hemos blanqueado, quizá en exceso, la violencia? No lo sé, y tampoco creo que me corresponda a mí responderlo. Que cada cual haga su propio examen de conciencia o tenga en cuenta el grado de “sensibilidad” que le define y del cual puede que hasta se enorgullezca.

Irina Zarutska, la refugiada ucraniana cuyo crimen no sólo se hizo viral el pasado 22 de agosto, sino que se cometió frente al mundo (virtual y real) como único testigo, no tenía más de veintitrés años. Veintitrés. A estas alturas, creo que ya la mayoría de las personas saben quién era o qué hacía en Estados Unidos. ¿A dónde se dirigía aquella noche? Lo desconozco. Tal vez volvía a casa. Tal vez salía de trabajar, como un día normal, un día cualquiera. Tal vez no había tenido su mejor día, y por eso escondía ligeramente su rostro con una gorra, para no mirar ni ser mirada. Para pasar, como a veces nos gustaría, desapercibido. No levantar sospechas, y no porque se trate de alguien sospechoso, sino por algo más opaco. Más profundo. Por el mero planteamiento, o reflexión, de quien, llegada una hora determinada, prefiere pasar inadvertido como si con ello quisiera guardarse para sí sus pensamientos, o lo bien o mal que le ha ido el día. Quién puede saberlo. Sin embargo, ahí están las imágenes abiertas a cualquiera, viralizadas e incluso manipuladas por el algoritmo que, por mucho que intentes que no te corrompa, controle o condicione, poco importa, pues se encarga de filtrarte el vídeo para, aumentar las visualizaciones y el ponzoñoso clickbait porque, tratándose de un tema de actualidad, considera que es de obligado deber verlo, puesto que lo has pasado por alto y eso sí que no puede ser. Eso no está permitido dentro de sus leyes informáticas y es de vital importancia algorítmica que pases por él aun hiriendo leve o gravemente tu sensibilidad. De hecho, al algoritmo poco o nada le importa tu sensibilidad. Menos todavía lo mucho o poca que tengas. Y el caso es que le das a reproducir, quién sabe porqué. Pero le das aun preguntándote ¿es curiosidad o es morbo lo que siento? ¿Por qué he de verlo? Peor aún, ¿por qué quiero verlo? Le das a reproducir –sin saber si es a favor o en contra de tu voluntad– y sucede que algo te golpea. Más que golpear, te oprime el estómago y el pecho. Te llevas la mano al rostro, como hace Irina, y no lo haces emulando su gesto, sino porque te ha salido solo. Ha sido instintivo. Y empiezas a llorar. Empiezas a llorar. ¿Por qué? ¿Por tu sensibilidad, por la que tienes innata o porque el vídeo, en efecto, ha herido leve y gravemente la misma? Lloras, y te cabreas, además de sentir una gran impotencia al comprobar que nadie, nadie, se incorpora para socorrerla. Es una mezcla de emociones, de sensaciones, y el rostro de Irina lo dice todo. Las manchas en su pantalón, también. El tipo de atrás que se ha puesto la capucha como si nada y ha abierto su arma blanca, como quien se lía un piti o se saca un cigarrillo y se lo pone en la comisura de los labios, actúa relajado. No parece nervioso, tampoco perturbado, sino al contrario. Insisto, como si nada. Pero no voy a entrar en los detalles o enfermedades mentales que sufren determinados seres humanos. ¿Qué culpa tienen? ¿Nacieron así, o el consumo de sustancias acabaron por atrofiar y corromper no sólo su mente sino también su espíritu?

Imagino lo que pueden estar pensando en este momento: “mira, lecciones médicas o morales, a otra parte”. De acuerdo, no tenía intención de entrar en ello, sólo centrarme en ella. En quien acepta su destino. En quien sabe, o intuye, por cómo reaccionan los demás, que se está completamente sola en esto que llamamos vida o existencia. Que nadie va a venir a socorrernos, a neutralizar las heridas ni a hacernos siquiera un torniquete; a cogernos de la mano aun sabiendo el final y susurrarnos: “eh, tranquila. No estás sola. Estoy aquí, contigo. Aguanta un poco. Aguanta”, como tantas veces esa misma América nos ha transmitido por medio de sus películas en instantes donde la lágrima ha resultado imposible de reprimir ante la bonhomía contemplada y edulcorada, con una banda sonora que pasará a la eternidad o por la interpretación del rol principal, de un personaje que implicaba el más noble acto de altruismo y valentía. Pero, aunque nos pese, Irina no era actriz. Ella no sabía lo que le deparaba esa fatídica jornada. Y no gritó. Ni chilló. Sólo se llevó la mano a la boca y, en silencio, lloró. Sentada como estaba, con las piernas pegadas al pecho y la ropa manchada de sangre. Ahí estaba su susto y su pena, además de la frialdad del resto de pasajeros ante el delito presenciado y cometido. Lo que nos remite a lo que tanto se ha repetido por activa y por pasiva: venimos solos, nos vamos solos. No hay nada nuevo en esto. Dormimos igualmente solos aun cuando otra persona descansa a nuestro a lado, porque todos nos movemos, lastramos y vivimos con lo que sentimos y pensamos, y lo hacemos solos. Sumergidos en nuestra a veces compleja, otras ambigua, individualidad de ser humano. De no saber si somos los verdugos o las víctimas, tanto en los grandes como en los pequeños actos que pasan desapercibido e hilvanan lo que somos, lo que, supuestamente, nos define como personas.

Siempre se ha dicho que hay que probar las cosas –de todo, si me apuran– para saber lo que te gusta y lo que no. Que quien no prueba, no sabe lo que quiere. Y el caso es que esto también puede extrapolarse a lo que se ve o no se ve para, como mínimo, generarse una opinión propia. Eso  tan denostado en estos tiempos que los antiguos llamaban espíritu crítico, apelando a la objetividad, al control de las emociones para evitar caer en el pensamiento único; hacerse inmune a la demagogia y los populismos; no dejarse arrastrar por  las corrientes de pensamiento, de modas, de medios, y resulta curioso que, cuánto más insensibilizada está la sociedad, con más énfasis subrayan, advierten y alertan acerca de la sensibilidad, no vaya a ser que resulte dañado… ¿El qué exactamente? ¿La empatía, o la ausencia y falta de ésta que, junto al scroll, no hacen más que generar una sociedad donde sólo impera la pérdida de atención e interés? Lo mismo sucede respecto a la pérdida de conceptos, de palabras, que antiguamente fueron fundadas sobre la naturaleza –esencia pura– del ser humano, que lo definían y lograban cambiarlo por el profundo significado etimológico y sacro que poseían. Muchas de ellas, han sido arrinconadas, sepultadas por la vociferación, el egoísmo y la rabia de una sociedad que parece no saber hacia dónde avanza. Un vacío. Un espacio demasiado abstracto como para sentirlo, como para identificarlo y, menos aún, como para situarnos en él. Desde donde prometen el todo y, con sólo rascar un poco, hallas la nada que todavía está “en “proceso”, “en desarrollo”. Y es el pasotismo frente a lo que está por venir porque no dejan de repetirnos que vivamos el presente, que no nos preocupemos por lo que vendrá. El mañana no importa mientras deambules con la cabeza gacha mirando una pantalla. Es la indiferencia inoculada por medio de las pantallas, y ya lo dejó claro Esquirol en La escuela del alma. Ahora,  inmersos en una sociedad que adolece de apatía y desinterés, queda latente que ahí donde se suponía que había un espacio para el diálogo y la escucha, se grita e insulta; donde debía haber seguridad, reina la impunidad y el libre albedrío que parece decirnos: haced lo que gustéis, porque no habrá consecuencias en este estado de derecho que fue erigido sobre tres principios: Independencia, Democracia y Libertad (del capitalismo del que hace gala ya se hablará en otro contexto).

Hace no mucho también se prometía desde este lado del charco que, aquellos valientes que anhelasen cruzar el atlántico para empezar de cero, para cumplir sueños, para, como decían mis abuelos, “hacer las américas”, tenían el destino más o menos garantizado. Si salías de Cuba en 1960 –como hicieron los míos: uno español, otra cubana–, o bien cruzabas el océano, o bien, como cantó allá en el 1992 Willy Chirino «navegar 90 millas, y comenzar [tu] vida de extranjero» afincándote en Florida o en cualquier otro territorio americano. Mis abuelos emigraron por motivos políticos, Irina en cambio emigró a Estados Unidos en 2022, junto a su madre Anna Zarutska y sus hermanos, debido a la invasión rusa. A la guerra y al desamparo que sufren quienes la padecen. Se dice que soñaba. “Soñaba”, con llegar a convertirse en veterinaria. Un familiar cercano también lo soñaba y hace unos años levantó su propia clínica. Se dice también que Irina trabajaba en una pizzería. Labor que compaginaba con sus estudios de inglés para perfeccionarlo. Para, con los años, adquirir el nivel nativo que le permitiera trabajar en cualquier rincón del mundo –si es que éste seguía vivo–. ¿Es el idioma también una garantía de subsistencia y supervivencia? Imposible saberlo. Entre otros motivos porque hoy, octubre de 2025, nada ni nadie garantiza ese salvoconducto ni, por descontado, el acceso a la tierra de las oportunidades, ni en Estados Unidos ni en otro país. Lo que quiero decir, en definitiva, es que no hay garantías. Y ni siquiera sé cuál sería el mejor homenaje que se le puede rendir a una joven como Irina que tenía todo por delante, como todos en realidad, independientemente de la edad. ¿Qué importa eso? Nada, cuando de lo que se habla es de una vida humana. ¿Equivocarse de asiento, de vagón? ¿Entrar en él pendiente del móvil, en lugar de echar un vistazo por encima y observar a los pasajeros? ¿Fue acaso su error? Quién sabe. Tampoco se puede responsabilizar a un ser inocente de su propia muerte. Ella, sencillamente, como hacemos muchos de manera rutinaria, no hizo más que subirse al tren para volver, tal vez, al hogar de donde había salido por la mañana después de un día que a lo mejor se le hizo largo o a lo mejor corto. Pero el hecho es que salió de casa con la intención de sobrellevarlo de la mejor manera posible, como le habrían enseñado, como le habrían educado o como ella consideraba, a sus veintitrés años, que debía hacerlo. Que seamos buenas o malas personas no condiciona una vida más ni menos longeva porque cuando el azar actúa, suele hacerlo sin escrúpulos. Sin embargo el azar, no es el ser humano, ni nosotros, mediante nuestro comportamiento, debiéramos emularlo. Por eso conviene no olvidarla, aunque por culpa del algoritmo y “lo viral” nuestra sensibilidad haya sido gravemente dañada. Resistir, cada uno a su modo, como escribía hace no mucho Ángel L. Fernández, director de Jot Down, en su editorial Qué hacer cuando nadie nos busca. Darnos, a nosotros mismos, la opción de poder elegir. De poder actuar conforme a lo que vemos o nos llega a través de las redes, impidiendo así que la dejadez y la apatía nos corrompa; que el algoritmo controle y quebrante lo que, de algún modo, nos une. “Solo el poble salva al poble” se decía y repetía en España hace un año  –y lo recuerda alguien que estuvo ahí entre fango, restos humanos, vecinos y voluntarios, cargados todos con EPIs y mascarillas; palos, cubos y rastrillos; con barro y deshechos que llegaban hasta el pecho, junto a personas como Vicent, como Juli o como Javier, vecinos de los pueblos que se vieron afectados por la DANA y el mal hacer de aquellos dirigentes, supuestamente, competentes–. En ese escenario también hubo susto y hubo pena, pero, por encima todo, hubo respuesta del pueblo. Sin algoritmos, sin pantallas, sólo filantropía, altruismo y sensibilidad. Humanidad lo llaman. Teniendo en cuenta lo que se nos viene encima, con esa inteligencia más artificial que humana, razón de más para que el hombre mitigue la cólera de su parte animal y honre, o dignifique como debe, su esencia más humana.

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