La violencia, verbal o física, es la reacción contra el modo natural de proceder (RAE), que nace de la incapacidad del violento para comprender una realidad que le supera y desata un sentimiento de incomprensión si el otro, los demás, no coinciden con el análisis que realiza del contexto social y político. Situación que no sabe manejar con racionalidad y diálogo, sino con la imposición de sus postulados, de su creencia, que por ser una cuestión de fe no se basa en hechos objetivos, sino en tradiciones inveteradas fuera de tiempo. Creencia asentada en unos manoseados valores épicos y una visión sesgada de la historia, ejes axiales de su sentimiento de superioridad por raza, religión y clase social con los que define unas abstrusas y excluyentes esencias del ser español, para justificar su radicalidad violenta contra quienes, en su criterio, las vulneran, difuminan o avasallan.
El violento vive, por tanto, en una irrealidad temerosa de que esas esencias se diluyan en una sociedad cada vez más diversa, que deriva en violencia hacia el diferente que viene a derruirlas imponiendo las suyas. Irrealidad en la que se sumerge cuando no consigue convencer al oponente porque no sabe dialogar: solo exigir e imponer. Ahí nace el sentimiento de frustración, de impotencia, por no conseguir lo quiere, cómo y cuándo lo quiere, como las pataletas agresivas de los niños cuando se niegan a aceptar no poder hacer o tener lo que quieren. Aceptar la frustración es una asignatura fundamental para andar por la vida que se saltaron los que se empecinan en controlar, en ahormar, una realidad que se les presenta inmanejable por su complejidad.
Frustración que estigmatizan convirtiendo en diana a la persona que creen les impide cumplir sus objetivos—tener el poder para imponer sus reglas de juego—, que convierten en el enemigo a batir imposibilitando cualquier negociación. Punto de partida del resentimiento que les nubla la mente conforme pasa el tiempo y no consiguen lo que quieren, que se convierte en rabia, después en odio y, por último, en alentar la violencia de los más radicales, los orcos, contra el enemigo y todo lo que representa. Transición mental que se acompaña solicitando la colaboración de todos los poderes facticos—el que pueda hacer que haga (Aznar dixit)—, y subiendo el tono hiperbólico del discurso, con metáforas y mentiras mal intencionadas que derivan, indefectiblemente, en insultos más zafios, agresivos y violentos.
Metido en esa espiral ya no hay marcha atrás, porque el violento no retrocede nunca —rectificar es un deshonor—, y menos cuando no encuentra en el enemigo la respuesta violenta que espera, lo cual enerva más su frustración subiendo de grado el ataque verbal agresivo que se convierte en desaforado cuando ya se le ha dicho de todo, y éste mantiene su posición de utilizar la moderación irónica y los datos objetivos como respuesta. Si encima el enemigo tiene carisma, buena percha, sabe idiomas, tiene un discurso bien armado y el reconocimiento internacional, se desencadena la envidia que envenena la mente trasmutada en una fragua de odio supurante, cuando el violento ya no sabe que decir ni que hacer perdido en su propio laberinto del que no puede huir, porque las dos posibles salidas son igual de malas.
Una, seguir por el camino de hiperbolizar más el discurso disruptivo, faltón y reiterativo que aburre y va perdiendo su efecto. O lanzarse a alentar la violencia, siguiendo la estela de quien le come la tostada: Vox. Hay una tercera salida, plegar velas y volver a la racionalidad de aceptar el juego democrático de reparto del poder que se dilucida cada cuatro años, recuperar el papel de moderación en el marco de la derecha, y colaborar en solventar los problemas de la ciudadanía.
Tercera vía que cada día parece más improbable, por la presión de los recalcitrantes internos que presionan y azuzan el odio contra el enemigo: la vía más eficaz para caer en el hoyo de la insignificancia. No se puede pescar a la vez en las aguas de la derecha moderada y la ultraderecha, porque el elector de esa órbita política siempre preferirá el original, Vox, que la copia, el PP. Ni la envidia y el odio pueden ser los ejes de la estrategia política, porque desquician la mente y aseguran el fracaso.