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Se lo llevó el aire

19 de Diciembre de 2025
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Se lo llevó el aire

“No hay nada como el primer amor

No hay nada como el primer...

No hay nada como el...

No hay nada como...

No hay nada...

No hay...

NO

Y no hay nada como la primera vez que escuchas una canción” (Robe)

 

Las primeras veces, bien por traumáticas y a nuestro pesar, bien por gozo, suelen ser inolvidables y están normalmente relacionadas con algún periodo vital importante en nuestras vidas.

En el caso de la música, el descubrimiento musical alcanza su pico a los 24 años y disminuye hasta estancarse en los 30. De alguna manera nuestro gusto musical viene influido por todo lo que escuchamos hasta los 20, de ahí que los que somos de la Generación X nos hayamos quedado anclados, en cierto modo y sin ser ciencia exacta, en la música de los 90, los Millennials en la música de primeros de los 2000, y las generaciones actuales, Z y alfa, en el horror.

Por eso, sin ceñirme tanto a los 90 pero sí a momentos importantes o relevantes, recuerdo perfectamente cuándo y dónde estaba cuando escuché por primera vez temas como Today de Smashing Pumpkins, Supersonic de Oasis, Idioteque de Radiohead, Risingsong de Massive Attack, Breathe me de Sia, Les Djinns, de Djuma Soundsystem o Dirty Epic de Underworld, algunas de las canciones que, aún hoy, son parte inherente a mi vida y personalidad.

En el verano de 1990 o de 1991, siendo yo un preadolescente de doce o trece años, pasé quince días en un campamento náutico en algún lugar de la Manga del Mar Menor, imagino que intentando ligar, y practicando deportes, que Barcelona´92 estaba a la vuelta de la esquina y el fomento del deporte estaba de moda en España. El intento de ligar, con poco o nulo éxito, sigue vigente.

No hubo que esperar al segundo día de convivencia para que Álvaro, el primo de Rubén, el que fuera mi mejor amigo desde la infancia hasta la idiotez de la adultez, nos enseñara una cinta grabada, posiblemente TDK, aunque yo prefiero pensar que era BASF por eso de darle un mayor tono sepia al relato, de esas que decorábamos con nuestro puño, letra y normalmente con esmero y suenan en las peñas de los pueblos, esos garajes reconvertidos en fumaderos y picaderos adolescentes donde se crece mucho más de lo que los mayores creen. Pero esta cinta no, no estaba decorada con esmero; tan solo tenía un nombre garabateado en grande en bolígrafo azul, como queriendo parecer heavy, pero con pésimo resultado: Extremoduro.

Mi cultura musical hasta entonces no era escasa, y aparte de haber hecho mis pinitos con la guitarra española y más tarde con la música electrónica (dejo de lado las clases de flauta en el colegio y el órgano Casio PT-10 en Navidad), siempre fui un gran escuchante de música que se educó con muchos y diferentes palos hasta conformar lo que sea que soy hoy, con sus referentes y con sus referencias culturales, siempre de amplio espectro, por favor. Gracias. Crecí con productos patrios como No me pises que llevo chanclas, Los Toreros Muertos, Loquillo y los Trogloditas, Siniestro Total o Los Inhumanos; me comí sin quererlo a los más vainillas, Hombres G, Mecano o El Último de la Fila. Un póster de El Increíble Hulk y otro de Madonna decoraban mi cuarto; un póster de George Michael y otro de Michael Jackson, el del cuarto de al lado. Le di más de una oportunidad a Queen y a los Beach Boys, y tan solo una y no más, a Elvis. Europe y Bon Jovi fueron obligatorios en la EGB. Me vi envuelto en la ola sueca, como todo el mundo, con Roxette y Ace of Base como referentes, de quienes aún conservo sus vinilos, mucho antes de que Suecia apareciera de nuevo en mi vida con Eric Prydz, Sebastian Ingrosso o Steve Angello; por supuesto caí rendido a los influjos del «Power» de Snap y al «Pump Up the Jam» de Technotronic, y también piqué con Milli Vanilli, que, aunque farsantes como los de hoy en día con el Autotune, eran más artistas que los actuales, si cabe. También me dio por el jazz, la música clásica y por clásicos como Deep Purple, The Kinks, The Velvet Underground, Ramones o The Clash. También me dio, vete a saber por qué, por Peppino di Capri y algún tostón francés que no recuerdo, que viajaba en la maleta de cintas de casete del Seat 127 de papá, cuando íbamos a Lopagán. Fueron muchas horas de escucha involuntaria de Dyango, Juan Pardo, José Luis Perales, José Luis Rodríguez “El Puma”, Paloma San Basilio, música de los 50 y los 60 mezclada por el conejito Jive Bunny & The Mastermixers, y de hasta las clásicas gitanadas que hoy aún se cantan en festivales modernos. Todo cuenta si hablamos de cultura, dicen. Nirvana, Pearl Jam y Pixies llegaron para quedarse. Me puse cañero con Offspring, Green Day, Bad Religion y Def con dos, y más melódico con Smashing Pumpkins y Tool. Probé y me gustó el hip-hop, desde lo más patrio con Violadores del Verso, SFDK o 7 Notas 7 colores a Cypress Hill; probé el mestizaje de Mano Negra o Amparanoia; y sí, también Macaco. Le di al pop de aquí por medio de Subterfuge Records, de Planetas, de Manta Ray, de Chucho y de mil joyas más que se podían encontrar en Tipo, tienda o catálogo. Mejor tienda. Reino Unido, en especial Inglaterra, ha estado ligado a mi vida en todos los sentidos, musicalmente también con Joy Division, New Order, Sex Pistols o la ola brit-pop. Amaba casi por igual a Blur, a Oasis y a Pulp, algo menos a Suede y a Supergrass, y a Radiohead por encima de todas las cosas. Bristol me recibió posteriormente con días oscuros que esclarecieron gracias a la penumbra del trip hop, de Massive Attack, de Tricky, de Portishead o de Morcheeba, y consideré que Najwajean debería entrar en ese selecto grupo con su mítico No Blood. Fui vecino de The Prodigy en Essex, aunque nunca le di la espalda a The Chemical Brothers, porque la división no siempre hace la fuerza.

Y todo esto, algo más y subiendo, a lo largo de mi vida, con el trasfondo de la música electrónica retumbando entre bastidores, formando la parte esencial de mi banda sonora, la que le dio forma al caparazón, aquella que comenzó sonando a sintetizador Roland en los años 80 cuando me compraba en el mercadillo cintas piratas de acid house, el del smiley, y siguió evolucionando y llevándome a través de innumerables estilos, cada uno en su momento adecuado, a incontables productores que me han transportado a rincones indescriptibles en todo tipo de pistas de baile y arenas, desde elegantes a cochiqueras, y que yo también he tenido la fortuna de poder compartir desde los altares de las iglesias de neón, confesionarios desde donde los djs evangelizan y salvan vidas, mientras los feligreses, abajo en la planta, reciben la eucaristía en forma de láser y vibración directamente sobre sus cuerpos dejando al Éxtasis de Santa Teresa como un simple vahído.

Toda esta ristra puede parecer petulante, como cuando un director de cine o un escritor quieren dejar claro, por medio de excesivas referencias culturales en sus primeras obras, que son ilustrados. Sin embargo, he querido hacer tantas a propósito, y me quedo corto (esto sí sería un buen ejemplo de petulancia), para poder transmitir de la manera más fidedigna posible lo que he sentido con Extremoduro y con Robe desde que los escuché por primera vez, y lo que siento ahora con la pérdida del artista que más me ha influido a nivel personal y el más influyente, para mí sin duda alguna, de la música española.

Aquel verano, sigo tratando de hacer memoria y es posible que fuese el 91 más que el 90, con 13 años, los chavales de mi pandilla del campamento de La Manga, los que creíamos ser los más malotes al igual que lo pensaría el resto de pandillas, nos quedamos afónicos cantando Jesucristo García. Ninguno sabíamos quién era Evaristo, pero daba igual. Éramos adolescentes, razonar fue siempre tan difícil para nosotros; pero qué más daba, si al final todo nos salía siempre bien, y cuando llegaba el estribillo todos queríamos ser Dios, Dios, Dios, aunque el único milagro que hiciéramos fuera convertir el vino en kalimotxo. Yo no sabía dónde estaba Extremaydura. De hecho, no sabía ni dónde estaban Cáceres y Badajoz, pero si ese tipo decía que allí cagó Dios, pues allí cagó Dios y punto, que esa voz convencía más que cualquier catequista de buena facha y mirada perversa. Tampoco sabía nada de pantanos, bellotas o conquistadores, pero intuía que no nos quedaban más cojones.

Los siguientes años y gracias al amigo-que-formó-una-banda-que-se-comió-los-mocos-pero-que-tenían-local-de-ensayo-donde-íbamos-a-ejercer-de-adolescentes, siguió el tráfico de cintas con Golfa, Puta, Quemando tus recuerdos, Pepe Botika, Deltoya, Bribriblibli, Ama, ama, ama y ensancha el alma, El Día de la Bestia, la majestuosa pedrada de Pedrá y canciones que ya sonaban bien alto en los garitos de humo, futbolín y cachis.

Y fue en 1996, con 18 años, coincidiendo con mi conversión al extremeñismo, cuando comencé a entender todo: lo de las bellotas, lo de la heroína, lo de los conquistadores, lo de los pantanos, tanta flor, tanta primavera, tanto rayito de sol, el amor castúo, lo jodido, las metáforas, la miel, la autodestrucción, la rebeldía, la transgresión, Prometeo, el sexo, la confusión, y de fondo y como un todo, la Libertad Individual. Efectivamente, no nos quedan más cojones. Sin llegar a ser mi disco favorito dentro de su discografía, Agila me hizo ser consciente de la dimensión de Extremoduro en Extremadura, del Poder del Arte al que 27 años después y tras toda una vida dedicada a él, Robe cantó. Hasta los pijos gritaban bien alto So Payaso en los bares y muchos dejaban de lado la vereda de la puerta de atrás, pero no para marcharse, sino para quedarse, porque Robe resultó ser su voz, no sólo la voz de Extremadura, sino la voz de todos, el único que era capaz de hacer de lo feo, lo más bello, como Goya, como Poe, como Juan Bautista de Toledo y todos los que construyeron el Escorial.

Pero si algo caracteriza a un genio es su constante inquietud, su eterno malestar, y la Ley Innata, ya más de Robe si se quiere, que de Extremoduro, era vivir de la necesidad con furibunda rabia, de la necesidad de crear y seguir creando. Este disco fue el punto de inflexión tanto para su creador, ya cerca del Dios que necesitaba ser y sin necesidad de convencer a nadie, como para sus acólitos. Muchos de ellos renegaron por siempre del viraje de sus letras y de su música, muy alejadas del primer Extremoduro, pero siempre con el mismo subtexto. No le perdonaron su crecimiento y no llegaron a comprender lo afortunados que eran por estar testificando en directo y a tiempo real todo el arco vital y narrativo de un personaje que no necesitaba de ficciones ni épicas para contar historias; en el fondo su obra se trata de una sola historia de luz dividida en capítulos oscuros, muy a lo Black Mirror. Se trataba, ni más ni menos, de la madurez, la cual debería ser siempre un valor entendible, pero que no siempre lo es. Un artista no lo sería completamente si no transitara por este proceso obligado; y tampoco lo sería si no fuese rechazado por su público en algún momento de su carrera. Le pasó a Camarón cuando publicó La Leyenda del Tiempo, disco al que el tiempo convirtió en leyenda; le pasó a Bob Dylan constantemente a lo largo de su carrera porque mucha gente no entendió que Bob Dylan no era una única persona; le pasó a Arthur Conan Doyle cuando asesinó a Sherlock Holmes, porque necesitaba escapar, huir de él. Cielos, si también les pasa a esos amigos que tenemos todos, que han sido padres y que ahora son acusados de no salir como salían o solían. No sólo debe madurar el artista, sino que también debe hacerlo el consumidor de arte. Éste puede renegar de la persona o de su obra, eso es totalmente legítimo, pero debe comprender y aceptar que esa franja trigémina en su vida que divide lo que fue, lo que es y la incertidumbre de lo que llegará a ser, es necesaria y es la diferencia entre los pocos que trascienden y los que se quedan estancados y acurrucados a modo mamitis en un pasado que resultaría estúpido traer al presente, pues ellos tampoco son ni serán las mismas personas que ayer; aunque las añoren.

La Ley Innata me reventó la cabeza de nuevo. Sospechaba que había mucho más en Robe, pero tanto me sobrepasó. No estaba realmente preparado y me pilló desprevenido. Como a todos, creo yo. Mi ya firme admiración hacia Robe se convirtió en algo visceral. Stendhal me soplaba ligeramente en la nuca y me ponía los pelos de punta cada vez que escuchaba el Segundo Movimiento: lo de dentro, una canción que aún hoy me desmorona y que siempre ha dado paso, de manera inexorable, a las lágrimas en cada concierto al que he ido y que acompañaban al llanto del violín. Hasta entonces me había enfrentado cara a cara con obras de arte en múltiples ocasiones, pero sólo había llegado a comprender por qué una obra de arte lo era tras visitar en la Galería de la Academia de Florencia al Rey David, el de Miguel Ángel, un Ser Humano frío por su composición, pero tan vivo que puedes llegar a apreciar a través de la piedra de su pecho como su corazón late y cómo sus venas de mármol palpitan al paso de la sangre por todo su cuerpo.

Pero es que después de crear a un Ser Humano a partir de barro marmóreo, vinieron Moisés y la Capilla Sixtina; y después de La Ley Innata, y ya en solitario pero con una banda excelsa creada muy inteligentemente a su medida, como no podía ser menos, llegaron Mayeútica y Se nos lleva el aire, sus obras culmen, precedidas de otras tres que ya avisaban de que lo que aleteaba en su cabeza eran destrozares y canciones con las que culminaría su tiempo, un bienvenido temporal de poesía, verdad y belleza, cimas impensables para los demás, pero que él hubiera seguido escalando y escalando sin pensar en el futuro; pensando nada más que en lo presente, porque, ya lo dijo él sin necesidad de tatuajes horteras en latín: Ahora es el momento.

Pero se lo llevó el aire.

Yo no sabía que aquel sábado 18 de mayo del 2024 en Cáceres iba a ser la última vez que lo viera en directo. En retrospectiva y sumido aún en una fase de negación de la que no sé si quiero o sabré salir, quizás fue la despedida perfecta, aunque no crea en ellas. Ya no necesitaba preguntar dónde están mis amigos. Allí. Estábamos todos allí con él, ni un solo santo y ni un solo inocente, todos en simétrica comunión viendo cómo recolectaba en su propio huerto, en ese en el que cago Dios, me cago en Dios, todo lo bonito que había sembrado. El viento soplaba fuerte esa noche y Robe, protegido por una palestina al cuello, se agarraba firme a su guitarra. Nada lo podía mover. Cantaba estar más delgado, pero ni por esas el viento lo podía mover. Eso creíamos. Eso se le supone a un ser tan elevado, un ser inmortal.

Pero se lo llevo el aire.

A las 00:46 de esa madrugada y con Robe en pleno apogeo, aullando versos bajo la luna como le gustaba hacer, el cielo se iluminó cuando una bola gigante de fuego azul verdoso cruzó Extremadura. Mucha gente pensó que se trataba de parte del espectáculo, y quizás sí. Quizás era el firmamento jugando, ay, ay, ay, haciendo de las suyas para que ninguno olvidásemos aquella noche, como si ya supiera algo que los demás no y quisiera brindarnos el mejor adiós con luces y colores.

Pero se lo llevó el aire.

El miércoles 10 de diciembre del 2025 me levanté muy pronto de la cama, como él muchas veces, sin ganas, y enseguida vi en redes sociales la noticia de que Robe había fallecido. El estómago se me giró como si cayera al vacío en peso muerto desde lo más alto de un precipicio. Deseé con todas mis fuerzas que fuera otro bulo más de alguno de los tantos gilipollas que madrugan para generar odios y difundir falsedades ya desde bien temprano. Se lo habría perdonado. Pero esta vez era cierto.

Se lo llevó al aire.

La sensación hueca, de vacío que se me quedó, tan solo la podría haber escrito él, la única persona capaz de contar, cantar y poner palabras a las sensaciones más amargas y complexas por las que todo Ser Humano discurre alguna vez. Y es por eso por lo que, posiblemente, Robe ha marcado a tantas personas generando semejante impacto, porque sus letras podrían extrapolarse a sus vidas, a momentos determinados, a circunstancias particulares, a emociones que abarcan todo un arcoíris que no va del violeta al rojo, sino del negro al blanco, nunca al revés. Desde la adolescencia y su rebeldía natural, su desafío a la autoridad, la incomprensión, el primer amor, el primer desamor, la necesidad o lo innecesario de pertenecer; la juventud, la exploración, las dudas, el futuro incierto, las caídas, las recaídas; la adultez, el desengaño, la responsabilidad, el orgullo o la insatisfacción, el cansancio, el hartazgo; la madurez, la añoranza de lo que quedó atrás, la templanza, los duelos, el miedo al paso del tiempo, el deseo de que el mismo pase; la vejez, la reflexión, la calma, la sabiduría, la rectificación, la evaluación.

Imagino que es por todo lo anterior, por saber leer el mundo con humanismo, por ser un psicólogo que no necesitó nunca de titulación académica pero sí de la experiencia de vivir el presente sin obviar que puede ser muy malo, pero sin olvidar que pudo ser aún peor, por lo que Robe, el menos corriente de los corrientes, me ha acompañado siempre desde aquel verano del 91 y seguirá acompañándome hasta que a mí también me se lleve el aire.

Me cuesta asumir que nadie nunca podrá volver a juntar música y literatura con tanta belleza como lo hizo él, y aunque lo sintamos así y nos encabrite, en realidad no nos ha dejado a medias; no se ha ido con la cama sin hacer y las ventanas sin cerrar. Dedicó toda su vida a enseñarnos y nos ha dejado las instrucciones, un libro de los muertos para que podamos seguir subiendo escalones en vida, aunque él ya no esté.

Gracias por ser; gracias por estar.

Descansa. Estoy seguro de que lo estás haciendo en paz.

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