Rompía el silencio el acorde chamamecero. Surgía desde la inmanencia misma del arenal apostrofando el tiempo. Quedaría marcado a fuego el 12 de octubre, cuando desde el rancho universal el golpe se hizo muñeco.
"Akahatá, akahatá" le gritaba Emilce a Jorgito mientras a fuerza de cintazos lo doblegaba con férrea voluntad. En tales bucles, dios se ausentaba por largos momentos y permitía que todo lo impensable tomara cuerpo.
El ejercicio, frecuente, de tal violencia natural se expresaba como una forma de comunicación entre las generaciones, indistintamente de las capacidades económicas o culturales que cada unidad familiar pudiese haber adquirido. Jorgito, pecando de irreverente por exceso, al no comprender las consignas escolares que le imponían como tarea, no sólo que nos las cumplía, sino que las enfrentaba con burda displicencia. Su cuaderno de lengua era un manojo de dibujos grotescos, el de matemáticas un anotador incomprensible de signos varios.
Sin embargo, lo que más sacaba a Emilce, con la complicidad tácita de Tomás, absorbido por el trabajo y la bebida, era que el niño no cumplía siquiera con las reglas mínimas del hogar arrumbado en la periferia de una provincia postergada en el embrujo de una ensoñación parroquial.
Mataba el tiempo Jorgito, desobedeciendo metódica y puntillosamente, todas y cada una de las indicaciones que las normas y buenas costumbres, se establecieron como leyes provenientes de leyendas inobjetables e incuestionables.
No dormía siesta, pretendía usar el teléfono móvil y acceder a internet, jugaba al fútbol en la huerta, y junto a sus vecinos, entre las que se destacaba Pilar, la hija de Marily, la modista del pueblo, atrapaban animales y espantaban pájaros, ni el crepúsculo detenía las travesuras de la "gurisada" que de acuerdo a los adultos ya tenían ganada la estadía en el averno.
Se dijo y así quedo expreso en el oficio judicial, que fueron las ruedas de un coche de inocente movimiento, que detuvo el tiempo en la infancia de Pilar y convirtió la conducta naturalizada de someter a golpes a las criaturas en una tragedia sin igual que seguramente luego, se convertiría en museo.
Nadie más hablaría de los detalles de aquello. La historia oficial impondría, con violencia narrativa y un feroz impedimento a dudas o preguntas, que el 12 de octubre se había producido un accidente, convirtiendo en ejemplificadora leyenda a la niña de las muñecas y de los muñecos.
Jorgito no pudo llorar a su amiga. Se le aparecía en sueños. Durante años vivía pendiente del encuentro con la almohada, antesala y paso previo a las andanzas de niños libres en el sofocante arenal, oasis de escape y fuga, tanto de ranchos, casillas y casas de material, dónde mediante golpes, sometimientos y encierros la obediencia se establecía como imperativo categórico del modo de comportarse tanto afuera como adentro.
Tras algunos veranos en la radio del pueblo, un comunicador, leyendo las noticias del mundo, por alguna extraña razón, se preguntó en vivo y en voz alta ¿Que pasó con Pilar? Ese fue su último programa, a los pocos días nunca más se supo de él. El silencio es salud, se repetía en la escuela, en el hospital, en la iglesia no por casualidad, antes de ingresar a Mburucuyá se debe pasar por el cementerio...