El día que los responsables públicos reconozcan sus errores la democracia mejorará sustancialmente, porque una de sus esencias es la asunción de responsabilidades cuando no se cumple lo prometido, incluso escrito en un programa electoral o, peor aún, cuando te pillan en un error grave en la gestión de lo público con efectos en la salud y vida de las personas afectadas.
Es de necios no darse cuenta de que la ciudadanía puede ser comprensiva cuando la autoridad reconoce el error cometido, pero penaliza la ocultación de la verdad y la no asunción de responsabilidades que ahonda la gravedad de la negligencia cometida. Si se reconocen los errores y se explican con veracidad las causas, se otorga a las personas la libertad que les asiste de aceptar o no esas explicaciones. Sin embargo, negarles ese derecho supone tratarlas como a niños, en la creencia de que por muchas explicaciones que se les dé no van a entenderlas porque su protesta está dirigida políticamente. Excusas de mal pagador. Quienes no reconocen sus errores ni asumen su responsabilidad caen en la iniquidad, máxime cuando su error cuesta vidas.
Responsabilidad que no asumen porque supondría reconocer que la mala gestión de lo público es el efecto de una estrategia deliberada, que bebe de una ideología cuyo objetivo es desmantelar el estado del bienestar. Estrategia basada en la convicción de que las personas son sujetos pacientes que no van a asociar el recorte de presupuestos con los efectos negativos que tiene en sus vidas, que se convierte en tragedia mortal cuando se combina con una gestión negligente. Combinación que hace saltar la indignación social cuando esos responsables públicos buscan culpables para no asumir sus errores echándole la culpa a un tercero, al pasado o al oponente político.
Esconderse bajo el manto del poder que se ostenta para seguir en el machito, es una huida hacia adelante inaceptable que refleja cobardía política y falta de ética y moralidad para afrontar el fracaso. Así ha pasado con el negligente cribado del cáncer de mama que afecta a miles de mujeres en Andalucía. O con las 229 personas fallecidas por la desastrosa gestión de la DANA del Gobierno Valenciano. O los 7.291 seres humanos que murieron en residencias madrileñas durante el COVID, por la directriz de la vergüenza del Gobierno madrileño, para que no fueran derivados a hospitales si tenían una enfermedad asociada o no disponían de seguro privado.
Se iban a morir igual dijo Ayuso, con tono ignominioso y despreciativo, para liberarse de las acusaciones de los familiares; como Moreno Bonilla justificó el retraso, de años, en comunicar con las mujeres a las que habían detectado un posible tumor para no aumentar su desasosiego; como Mazón despreció a los valencianos y valencianas que perdieron la vida en la DANA, al hacer oídos sordos a las inundaciones que se estaban produciendo desde mediodía,
Política y políticos sin alma que consideran daños colaterales los efectos negativos que sufren las personas, y usan sus derechos como un negocio privatizando los servicios públicos cuyos presupuestos, que generamos con los impuestos que pagamos, se convierten en un chorro de ingresos para el sector privado. De este modo se crea una intrincada red corrupta y clientelar entre los gestores de lo público prevaricadores y una abstrusa maraña de empresas privadas, favorecidas con recalificaciones de suelo público, la adjudicación a dedo de contratos troceados para saltarse los controles de fiscalización, las puertas giratorias, el clientelismo y el nepotismo.
Corrupción que, a juicio de numerosos expertos y analistas en diversas materias, parece ser una condición humana. No voy a abrir aquí ese melón, pero mantengo viva la ingenuidad de creer en la honestidad de las personas —puedo dar fe de ello—, en la consideración de que convertir la cobardía y la deshonestidad en estrategia política es el resultado de la deriva del actual capitalismo salvaje que deshumaniza a las personas y las convierte en objetos generadores de negocio para los yonquis del dinero sin fin.