Hablar de política vuelve a ser casi tabú. En las comidas familiares se evita; en las reuniones de trabajo se esquiva, y en la mayoría de conversaciones cotidianas con amigos y conocidos se percibe como un terreno pantanoso a sortear. De siempre, el aviso “mejor no entremos en política” se considera una norma de cortesía. Sin embargo, parece que en los últimos tiempos se hace más patente. ¿Por qué? Porque tenemos miedo. Porque nos cuesta confrontar ideas sin llevarlo al terreno más personal. Porque se ha debilitado el respeto y la tolerancia hacia aquellos cuyas opiniones y creencias se alejan de las nuestras.
Miedo al conflicto, a la incomodidad, a ser juzgados. Nos aterra que nos cuelguen una etiqueta ideológica, que nos arrinconen en un bando, que nos miren distinto, que lo que pensamos tenga consecuencias en nuestra vida laboral o en nuestras relaciones. Hemos reducido la política a un espectáculo de crispación en los parlamentos y en las tertulias televisivas, olvidando que la política es mucho más que partidos y siglas: es la forma en la que decidimos organizarnos, convivir y proyectar el futuro.
El fango que rodea a partidos, instituciones y políticos, así como la proliferación de fanatismos, el creciente uso del lenguaje ofensivo, el elevado nivel de tensión y hostilidad, el aumento de la desinformación y el cansancio de vivir en una sociedad en la que todo va a peor, o al menos lo parece, hacen que baste un comentario sobre un partido o una medida de un gobierno para que comience el conflicto. El debate público se ha transformado en un ring en el que solo caben dos posiciones: conmigo o contra mí; y en el que la violencia verbal e incluso física contra lo diferente ganan protagonismo. Se obvia que la libertad de expresión no es únicamente el derecho a opinar, sino también la obligación de pensar previamente y de respetar a quien lo hace diferente.
El silencio no es neutral. Callar por miedo a las repercusiones no nos hace imparciales, nos hace invisibles y cómplices. El espacio que dejamos vacío lo ocupan otros: quienes alzan la voz sin miedo, quienes marcan la agenda convirtiendo la conversación pública en un monólogo interesado.
Necesitamos recuperar la política como conversación cotidiana. No para imponer, sino para escuchar; no para dividir, sino para comprender; no para ganar discusiones, sino para ganar ciudadanía y altura de miras; porque sí, el debate enriquece. Hablar de política con respeto, con curiosidad, con voluntad de encuentro, es un ejercicio de salud democrática. Lo contrario, seguir bajando la voz cuando aparece la oportunidad de conversar de política, conduce a una sociedad cada vez más empobrecida en pensamiento, en diálogo, en espíritu crítico y en libertad. Y eso debería aterrarnos.
Una democracia madura no puede nutrirse de frases huecas ni de consignas lanzadas al viento desde la obstinación y la intransigencia; necesita razones, contexto y matices. Ello requiere pensar y debatir. El hecho de pensar ya constituye en sí mismo un acto político que nos protege de la banalización y del engaño. Silenciar nuestra voz por miedo no fortalece la democracia, la empobrece hasta destruirla. El reto está en aprender a comunicarnos, a debatir y a respetar al otro en todas sus dimensiones, en recuperar el valor de la conversación política como espacio de encuentro en el que se confrontan ideas y no personas, en el que se escucha, se reflexiona y discrepa con respeto y desde la calma.
No está en juego la calidad de nuestras ideas, sino la salud de la democracia. Una ciudadanía que calla es una ciudadanía que se resigna. Una ciudadanía que habla, escucha y participa es la única capaz de defender sus libertades, y de esto nos hace falta mucho. En tiempos de polarización, el silencio es cómodo, pero una sociedad conformista y apática es el germen de una democracia enferma y en peligro de extinción.