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Lamentaciones de un vividor

10 de Noviembre de 2025
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Juan Carlos I. Lamentaciones de un vividor

Cuando uno creía que la desfachatez y la sinvergonzonería del rey emérito ya había llegado a la cima; cuando uno creía que un personaje como él, que toda su vida ha estado, y todavía sigue y seguirá hasta el último día de su vida, viviendo por encima de la ley; un ser sin escrúpulo, decencia ni vergüenza alguna, que ha gozado de la más total y absoluta, y también increíble, libertad para hacer en todo momento lo que ha querido, cualquier cosa, cualquier delito, arbitrariedad, quebrantamiento, abuso o fechoría que se le ha pasado por la cabeza y que ha llevado a cabo como, cuando y donde ha querido con total descaro e impunidad, incluida la de amasar una fabulosa fortuna  poniendo el real cazo para llevarse todo tipo de comisiones, mordidas variadas y demás bicocas, una fortuna que guarda en las cuevas de Alí Babá de Suiza, su verdadera patria querida, algo que nunca debería haberse permitido en un país medianamente civilizado como, al menos aparentemente, es el nuestro; cuando uno creía que el emérito disfrutaba tan ricamente de su fabulosa fortuna en su mansión de Abu Dabi festejando a diario con sus amigos sátrapas árabes, y haciendo frecuentes viajes para disfrutar de regatas y comilonas con sus amigos de Sanxenxo o de donde le plazca, resulta que el hombre tiene queja del trato que ha recibido por parte de España, un país al que llegó con lo puesto llamado por un cruel y sanguinario dictador viejo y decrépito que ya barruntaba su fin, y no tenía a quien poner en su puesto porque no se fiaba de nadie. Y menos de su pueblo, un pueblo que de manera insensata, este país es así,  quería libertad y democracia, y eso no podía ser, no podía permitirlo porque precisamente para impedir semejantes cosas dio un golpe de Estado que provocó una sangrienta y devastadora guerra a la que siguió una no menos sangrienta y devastadora dictadura. Un dictador al que el emérito nunca ha ocultado su profunda admiración, además de su eterno agradecimiento por el hombre que lo colocó como jefe del Estado.

El emérito fue el último sapo gordo que Franco nos hizo tragar a los españoles y a las españolas. Fue el “postre” que nos faltaba para completar el “menú”. Y la tan alabada y “modélica” Transición dio el visto bueno a semejante nombramiento, una obra mayor del “pormihuevismo”, doctrina de la que el dictador usó y abusó a lo largo de toda su abominable e interminable, asquerosa y repugnante, tiranía. Una “ejemplar” Transición” que dio el visto bueno, acató sin ninguna reserva ni cautela ese último capricho ¡y qué capricho! del dictador como algo normal, natural, sin pasar por el obligado trámite del referéndum para saber qué sistema político querían los españoles y las españolas, si Monarquía o República. Pero el referéndum, que en principio iba a celebrarse, al final no se celebró porque todas las encuestas y los sondeos que se llevaron a cabo daban como ganadora a la República. Y  a nadie se le ocurriría preguntar sabiendo que te van a decir que no. Es como coger un melón del puesto de melones y preguntar al melonero si se lo puede llevar sin pagar.  

Sabiendo todo esto, causa una enorme indignación, un monumental cabreo que, después de  tragar a lo largo de casi cuarenta años con un jefe del Estado puesto a dedo por Franco, ahora ese jefe del Estado que, siguiendo la tradición, ha colocado como jefe del Estado a su hijo, y él se ha nombrado “rey emérito” con lo cual ahora tenemos cuatro reyes 4, por si no teníamos bastante con dos, ahora se queje de este país, un país que ha estado permanentemente a su servicio, a lo que él diga, ya sea tapando, blindando, escondiendo sus múltiples fechorías cuando era necesario, y facilitando, consiguiendo todo lo que a él se le antojara, cualquier capricho, como, cuando y donde él lo mandaba, usando para ello todos los poderes del Estado y a sus servidores públicos que él tenía para sí mismo como sus lacayos, criados, asistentes y demás servidumbre. Una servidumbre que, además, tenía la orden de llevar a cabo la necesaria labor de propaganda, dar el conveniente bombo y platillo a su reinado. Y para cumplir ese mandato real se hicieron los publirreportajes, una especie de NO-DO en color, donde se pondría de manifiesto con todo lujo de detalles el gran rey que era Don Juan Carlos I, lo honrado, lo listo y lo bueno, lo cercano y campechano que era, y todo lo que amaba a la España, a la que se entregaba en cuerpo y alma las veinticuatro horas del día, siete días a la semana; una España a la no escatimaba ni regateaba ninguno de sus  permanentes sacrificios y desvelos. Unos sacrificios, desvelos, generosas renuncias y sufrimientos por España, como esa romántica escapada con Corina Larsen, su amante de turno, a Botsuana a matar elefantes mientras su querida España, con sus queridos súbditos, se hundían hasta las orejas en una terrible crisis. Una escapada de la que, como de las demás escapadas, nunca habríamos tenido noticia alguna de no ser porque el emérito dio un fatal traspié, las madrugadas de juerga es lo que tienen, y se rompió la cadera y lo tuvieron que traer a España para  operarlo de urgencia.

La editorial ya ha filtrado algunas de las grandes revelaciones para la Humanidad en general, y para los españoles y españolas en particular, que aparecen en este libro de memorias del emérito que lleva el hermoso y muy revelador título de “Reconciliación” y que ha sido escrito en Abu Dabi por  la escritora, biógrafa y gran amiga del emérito Laurence Debray. Una de las cosas más llamativas que el emérito, con toda su cara de hormigón armado, dice en el libro es esto: “soy el único español que no cobra una pensión tras casi cuarenta años de servicios”, y también dice:  “me causa una gran tristeza verme obligado al desarraigo y al aislamiento” algo que, según sus propias palabras “no es fácil”. Tampoco puede, según dice, “contener la emoción al pensar en ciertos miembros de mi familia a quienes ya no les importo, y también en España, que tanto echo de menos. Hay días de desesperación y vacío”.  En otros párrafos que ha desvelado la editorial a modo de adelanto, el emérito también reconoce que “no tiene derecho a llorar” pero apunta la editorial que el emérito “tiene derecho a buscar su anhelada reconciliación con el país que tanto ama y añora”.

Por supuesto, no pienso leer semejante libro, seguramente una continuación de los publirreportajes que nos han hecho tragar a lo largo de todo su reinado, porque tengo que cuidar  mi salud cardiovascular, estomacal e intestinal, pero mucho me temo que a lo largo de sus páginas donde hablará largo y tendido sobre sus desvelos por su querida España, habrá muchas más quejas y lamentos de este pícaro, bribón e indecente que ahora se ve solo, fané y descangayado aunque inmensamente rico porque siempre ha sido un hombre inmensamente codicioso que nunca tuvo bastante con todo lo que tenía, y quería más y más. Más dinero, más mujeres, más fiestas, más juergas, más excesos y desparramos, más incontinencia y descontrol. Y ahora viene con lamentaciones y arrepentimientos, pidiendo reconciliarse con su “querido” pueblo.

Muchos españoles y españolas le pedimos encarecidamente al emérito que nos deje en paz de una vez, que se olvide de todos nosotros, que bastante le hemos aguantado ya durante sus casi cuarenta años como jefe del Estado. Le pedimos que deje de tomarnos por idiotas, que uno que de verdad ama a su país no roba, no amasa una fortuna estimada en dos mil doscientos millones de euros en comisiones, y la esconde en bancos suizos y paraísos fiscales de todo el mundo; que uno que ama a su país, cobra su sueldo de jefe del Estado, tributa a Hacienda, da ejemplo cumpliendo la ley y no está por encima de ella, porque ése es el principio básico de una democracia: nadie está por encima de la ley. Y lo dijo él mismo en un descacharrante monólogo humorístico disfrazado de mensaje de nochebuena de hace muchos años, del que nos reímos mucho. Nos reímos por no llorar, se entiende.

Un jefe del Estado que quiere a su país cumple con sus obligaciones, da ejemplo de persona íntegra, honrada, cabal, decente, comedida, prudente, sensata, digna del cargo que ocupa, y nunca se pone permanentemente detrás de un vergonzoso burladero de impunidad e inviolabilidad. Una impunidad e inviolabilidad que exigió durante todo su largo mandato, y también la ha exigido, porque la sigue necesitando, después de su mandato, como condición indispensable para abdicar. Y el Estado, del que siempre se ha servido hasta extremos que nunca se sabrán, le concedió la exigencia de seguir siendo rey, “rey emérito”, una impunidad vitalicia que se sacó de la manga como el que saca un conejo de la chistera. Y lo hizo porque  el campechano mataelefantes necesitaba, y necesitará hasta el último día de su vida, disfrutar del mismo blindaje, de la misma impunidad e inviolabilidad de siempre para estar a salvo de la justicia. Esto del “rey emérito” es un disparate, una monumental cacicada que no tiene parangón en ninguna monarquía de ningún otro país democrático. Pero a este Borbón le tocó el premio gordo, tuvo la inmensa suerte de caer en España, el país de la picaresca y el esperpento; el país del todo vale, donde los poderosos no solo nunca pagan por nada y todo les sale gratis, si no que, además, les aplauden, jalean, vitorean, les besan la mano y les pasan cariñosamente la mano por el lomo.

Nos preguntamos hasta cuándo va a estar este hombre jodiéndonos con sus lamentos y sus lágrimas de cocodrilo, el mismo hombre que gritó con un tono agresivo, provocador, chulesco y descarado, marca de la casa, ese famoso “explicaciones, ¿de qué?” desde la ventanilla de su lujoso coche en una de sus periódicas visitas a Sanxenxo, a una periodista que se atrevió a preguntarle si iba a dar explicaciones de sus deudas tributarias, de sus  escándalos financieros, y de sus  finanzas en general, más negras que el culo de un caldero.

Si de verdad quiere la reconciliación con los españoles y las españolas, que se deje de milongas y devuelva los dos mil doscientos millones de euros, 2.200 millones de euros, que tiene escondidos en cuentas secretas en el extranjero, un dinero que vendría muy bien a las arcas públicas para mantener ese Estado del Bienestar cada vez más amenazado y más precario. Y una vez devuelto todo ese dinero, que se presente en Hacienda a explicar todos sus tejemanejes, chanchullos, amaños y componendas, y conteste a todas las preguntas que se le hagan, y aporte toda la documentación que se le solicite. Y después acuda a los juzgados a arrojar luz, a aclarar todos los turbios asuntos en los que se ha visto implicado a lo largo de su reinado, asuntos de los que nunca se ha sabido nada, que han permanecido tapados, y ya va siendo hora que se destapen y se haga justicia, más vale tarde que nunca, por higiene democrática y para que la gente vea que nadie está por encima de la ley.

Y si de verdad quiere reconciliarse con los que han sido sus súbditos durante tantos años, y todavía lo son porque sigue siendo rey, los mismos súbditos que le han pagado los multimillonarios gastos de su ya larga e increíble vida a todo tren, de un lujo y desmesura inimaginables para nosotros; una vida de centenares de amantes al por mayor y al detall, con cargo a los presupuestos generales del Estado; una vida de incontables caprichos y excesos de todo tipo, de los que apenas va a saberse nada porque todo va a quedar tapado y bien tapado por la cuenta que le tiene a la institución monárquica; si de verdad quiere reconciliarse con los contribuyentes rasos, los que le han pagado religiosamente, y todavía le pagan, todos sus viajes en avión privado, todas sus juergas y platos rotos, su intolerable conducta, le pedimos que haga un ejercicio de dignidad y decencia y renuncie a su impunidad e inviolabilidad, que no le corresponde, y lo sabe, y de la que nunca debería haber gozado porque esa inviolabilidad solo era para los asuntos relativos al desempeño de su cargo, y en modo alguno para su vida privada, que está sometida a la ley como el resto de ciudadanos y ciudadanas. Tenga un poco de dignidad, honradez y vergüenza, dé la cara, no se esconda y, aunque sea por una vez en su vida, asuma su responsabilidad, apechugue con sus culpas, errores y equivocaciones, faltas y delitos. Renuncie a su inconcebible impunidad y responda de sus actos. Y déjese de libros de lamentaciones. 

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