Pretender que un determinado colectivo, por no decir individuo, se integre a la fuerza en esta enferma, ruidosa sociedad de las apariencias, me parece, ya de entrada, un insulto directo a ese individuo o colectivo que, si aún permanece fuera, merece todo mi respeto. Para empezar, los primeros no-integrados y mayores antisociales son, precisamente, los miembros integrantes de las élites, grandes industriales, políticos de altura y legisladores que parecen diseñados para inundar las vidas de los humildes integrados, de los obedientes, con cientos de trámites, zancadillas, mordidas y abusos de poder. Pero es que el mismo sistema productivo-destructivo, el planteamiento de la vida ferozmente consumista, egocéntrico, se delata en contra, frontalmente, de la inteligencia de aquellos a los que se les pide u ofrece «integración». ¿Dónde? ¿Aquí?
La marginación es el precio de la autenticidad; la monitorización de un comportamiento, por parte de una autoridad acreditada, lleva consigo la ineludible castración espiritual e intelectual, por descontado. Todas las políticas «culturales» no pretenden otra cosa más que adoctrinar en la ideología de turno: control.
Los eufemismos «legalizar» o «normalizar» me producen, como primeros síntomas, rechazo y desconfianza. Todo lo que signifique etiquetar un hábito, modo de vida, orientación sexual o intelectual, que por su alejamiento de lo «normal» (según el mandato de los medios), se «sale», me parece que solo persigue arruinar el espíritu de ese colectivo, burocratizar y hasta rentabilizar su esencia, lo que lo hacía diferente (esa diferencia que determinados políticos aparentan defender), incorporando, ya puestos, nuevas normas y protocolos y leyes que, al final, como vemos, desembocan en burocracia, decretos, capacitaciones obligatorias, actualizaciones impuestas, multas e impuestos para todos: otra vez la mísera mordida estatal con el falso y asqueroso argumento del «progreso social».
Supongamos, de cualquier manera, que la cosa no va por ahí, que la preocupación es cierta, honesta, y que ya tenemos al individuo en formación casi «integrado», adoctrinado en el patio de ese colegio público donde atruena el reguetón, parece mentira, para que el niño, ya desde pequeñito, lo asimile como obligada píldora de mal gusto y mediocridad, para que crezca igualito al resto: integrado con calzador, en todos los sentidos. Y ahora, se requieren profesionales, especialistas a la orden y al mando de trámites estrictamente ajustados al injusto sistema de aquellos antisociales VIP, los verdaderos gobernantes, con el «sistema» como primera y última palabra, orden, excusa: «El sistema lo acepta, o no». Formemos, pues, al no-individuo, ya crecido, en la especialidad «con más salida». Y cuanto más obediente y fiel y ajustado al sistema, más fácil para él (mentira y estafa), para su integración (y un carajo), su camuflaje, y menos capacidad de reacción ante eventos vitales, ya sean apagones, pandemias o imprevistos de la vida: menos sentido común en este aspecto, más obediencia al panel de instrucciones oficiales, más ceguera. «Esto no es lo que me habían vendido», se dice el no-individuo sin mundo, plenamente integrado, eso sí, mientras llena el carrito de papel higiénico y velas, y obedece.
Integramos al no-individuo en un empleo bien o mal remunerado, con todas o ninguna garantía, en el que se exige la inmediata renuncia del trabajador a su capacidad de cuestionamiento: No-pienses. ¿Con qué legitimidad puede entonces un psicólogo, psiquiatra, «orientador», reconducir al sujeto inadaptado, o simplemente harto, o comprensiblemente decepcionado, por la senda enfermiza de «lo normal»? Vamos a ver: ¿Con qué moral y qué directriz trabaja esto un psicólogo en una sociedad enferma, en un sistema asesino de lo humano, de lo individual? ¿No es acaso ese especialista de la mente un traidor al instinto, a la integridad, a la inteligencia (con su legítima indignación-reacción), que engaña por igual al inadaptado, y al adaptado, pero legítimamente deprimido (al borde de la inadaptación), en ocasiones con una pastillita neutralizadora de pensamiento, para que claudique, atado a la noria asesina? ¿Quién, mínimamente sano, humano, adulto y con capacidad de análisis, puede y quiere integrarse, hasta el fondo, en tamaña opereta social?
Cuando observo a un gitanito de la Bética al cuidado de sus jamelgos, dedicado al trato, combinando la algarroba o el verdeo, y hablo con él, descubro inteligencia, madurez, contacto con el mundo, percibo integridad humana, libertad incluso, en oposición al infantilismo, a la esclavitud, a la prostitución del empleado que vende su tiempo, su criterio, aportando el jugo de sus neuronas a la Gran Obra del Mercado, falto de toda ambición creadora, igual de integrado que el adusto funcionario contrariado por la noticia de esa quincena que ya no le corresponde. Si se cuidan ambos, representantes de la sociedad más normalizada, íntegros en sus contradictorios quehaceres (no sé qué es mejor), y trabajan con disciplina las estratagemas para medrar en sus respectivas categorías, y alcanzan con éxito el primer objetivo de hacerse, a las puertas de los setenta, con «una buena pensión», morirán decentemente integrados. Pero eso, a ellos, no les dolerá lo más mínimo; he aquí la diferencia, y la explicación de todo. «Alguien tiene que hacerlo», responderán algunos, por alusiones, felices de seguir ahí. Muy bien, les aplaudo incluso, mientras no me vendan su punto de vista, su felicidad. No hay más que verlos cada mañana, o durante el finde, llenos de cerveza, discurseando. ¡Enhorabuena!