Hay un espejo cóncavo en el que todos los arrogantes de España se miran, al menos, una vez en su vida.
Pretender un reconocimiento es legítimo, pero no basta con venir al mundo para recibir el galardón de tus iguales.
El ego es infinitamente hermoso como lo es un padre cuando busca tu rastro entre las juntas de los azulejos, pero quien se crea talentoso, al menos debería demostrarlo.
Toda vaguería es resultante de la falta de amor propio.
El que poco sabe, mucho inventa, por eso los españoles presumimos de necedad en un intento de asumir las funciones del electromagnetismo.
La necedad en España es una bacteria persistente con la que todos enfermamos.
Piensa la receta que todas las curvas son rectificables y piensa la curva que no hay recta capaz de enderezarla, por eso los españoles somos rectos a la hora de torcernos.
El español, sin nada en su interior salvo la bilis, sin ninguna erudición entre los labios, acuda a donde acuda lleva siempre consigo una tumba preparada para sus ideas.
El español, adicto melancólico, como una intimidad que vocifera victoriosa la censura de sus reflexiones, reserva el pensamiento para después de que se muera.
Nos queda tanto por saber que a pocos se les ocurre comenzar a hacerlo.
España tiene, desde siempre, un necio y medio por habitante.