Querido lector, querida España:
Déjame empezar esta conversación como empiezan las buenas conversaciones: con una confesión. Me levanto cada mañana, me tomo el café (que es uno de los pocos placeres que aún compartimos sin discutir si es de derechas o de izquierdas), leo las noticias y me encuentro con el mismo espectáculo de siempre. Políticos que se gritan como si estuvieran en el patio de un colegio, ciudadanos que se odian en redes sociales con la pasión que antes reservábamos para los grandes amores, y todos nosotros en el medio, preguntándonos cuándo diablos se convirtió España en una mala telenovela.
Y aquí viene mi primera reflexión, que es también mi primera pregunta: ¿somos realmente así?
Verás, tengo la edad suficiente para recordar cuando España sabía hacer cosas extraordinarias. No hablo de gestas épicas ni de conquistas imperiales, de eso ya tenemos bastante en los libros de historia, sino de algo mucho más hermoso y difícil: el arte de ponerse de acuerdo.
¿Te acuerdas de cómo se hizo nuestra Constitución?
Imagínate la escena, que parece sacada de una novela de Galdós llevada al cine por Berlanga: gente que había estado matándose durante cuarenta años sentándose a la misma mesa para construir algo juntos. Franquistas y comunistas, socialistas y democratacristianos, todos con sus ideas, todos con sus rencores, pero también todos con algo que hoy parece haberse perdido: la conciencia de que España era más importante que sus diferencias.
Ese país llevó a cabo los Juegos Olímpicos del 92, entró en Europa, construyó el AVE, se convirtió en una democracia sólida y en una sociedad abierta. Ese país, querido lector, éramos nosotros. Y no hace tanto tiempo.
Entonces, ¿qué nos ha pasado?
Permíteme una comparación que tal vez te resulte familiar. ¿Has estado alguna vez en un estadio de fútbol cuando tu equipo juega contra el rival de toda la vida? La atmósfera es electrizante, los cánticos, las banderas, la pasión… Pero también has visto cómo esa misma pasión puede convertirse en odio, cómo los aficionados se insultan, se agreden, y cómo algunos llegan a casa con la cara partida solo porque llevaban la camiseta equivocada.
Pues bien, eso es lo que hemos hecho con la política, la hemos convertido en la cara oscura del fútbol. Tenemos nuestro equipo, odiamos al contrario y lo único que nos importa es ganar. Pero aquí viene el problema, y es un problema serio: la política no es fútbol.
Cuando el Madrid gana al Barça (o al revés, que no quiero que me acusen de parcialidad), el perdedor se va a casa enfadado, se toma unas cervezas con los amigos y al día siguiente vuelve al trabajo. Cuando un gobierno toma decisiones equivocadas, las consecuencias nos afectan a todos: a los que votaron al gobierno y a los que no, a los que cantaron victoria y a los que se lamentaron.
Aquí viene una de esas verdades incómodas que a nadie le gusta escuchar: en política, casi nunca hay villanos absolutos ni héroes perfectos. Te lo voy a explicar con un ejemplo que cualquiera puede entender.
Los de izquierdas tienen razón cuando dicen que hay gente que lo está pasando mal y que necesita ayuda. Es verdad. Hay familias que no llegan a fin de mes, jóvenes que no pueden acceder a una vivienda, mayores que cobran pensiones de miseria. Eso existe, es injusto, y hay que hacer algo.
Pero los de derechas también tienen razón cuando dicen que las empresas necesitan funcionar para que haya trabajo para todos. También es verdad que el que más se aplica, esfuerza y trabaja debe tener una mejor compensación. Sin gente con afán y sin empresas sin innovación, sin competitividad y sin crecimiento, no hay dinero que repartir, por muy buenas intenciones que tengamos.
Entonces, ¿cuál es el problema? Que hemos decidido que tiene que ser una cosa o la otra, cuando la inteligencia consiste precisamente en ver que puede ser una cosa y la otra.
Es como si discutiéramos si es más importante el corazón o los pulmones. Querido amigo, necesitamos los dos para vivir.
¿Sabes cuál es la diferencia entre un niño y un adulto? No es la edad, créeme. Conozco niños de cuarenta años y adultos de quince. La diferencia es que el niño cree que el mundo funciona según sus deseos, mientras que el adulto entiende que el mundo es complicado y que hay que negociar con la realidad.
Pues bien, en política nos hemos vuelto todos niños.
Los problemas que tenemos son problemas de adultos y requieren soluciones de adultos. La educación de nuestros hijos es demasiado importante para cambiarla cada cuatro años según quién gane las elecciones. Las pensiones son demasiado serias para usarlas como arma electoral. El cambio climático no entiende de colores políticos.
Pero nosotros seguimos comportándonos como niños: “Si no haces lo que yo quiero, no juego”, “Todo lo que dice el otro está mal por principio”, “Mi partido es el bueno y el tuyo es el malo”.
Déjame contarte una historia. En Alemania, cuando hay una crisis gorda, los partidos que son incompatibles se sientan juntos y gobiernan en coalición. ¿Resultado? Una de las democracias más sólidas del mundo.
En los países nórdicos, empresarios, sindicatos y gobierno se reúnen cada año para acordar subidas de sueldos y condiciones laborales. ¿Resultado? Sociedades prósperas y justas.
En Portugal, partidos que parecían incompatibles encontraron la manera de trabajar juntos. ¿Resultado? Un país que funciona mejor que el nuestro.
¿Sabes cuál es la diferencia? Que ellos han entendido algo que nosotros hemos olvidado: que la política no consiste en tener razón, sino en encontrar soluciones.
Mira, no soy político ni pretendo serlo. Soy simplemente un español que ha vivido lo suficiente para saber que las cosas pueden hacerse mejor. Y mi propuesta es tan simple que hasta da vergüenza tener que formularla: ¿y si empezáramos a comportarnos como adultos? ¿Y si decidiéramos que hay cosas demasiado importantes para la partidocracia? Educación, sanidad, pensiones, justicia. ¿Y si acordáramos planes a largo plazo que funcionen independientemente de quién gobierne? ¿Y si creáramos espacios donde los políticos puedan hablar sin cámaras ni redes sociales, donde puedan ser sinceros sin que los crucifiquen al día siguiente? ¿Y si dejáramos que los ciudadanos normales participemos más en las decisiones que nos afectan? ¿Y si premiáramos a quien busca acuerdos en lugar de crucificar al que se sienta con “el enemigo”? ¿Y si recordáramos que se puede discrepar sin traicionar, que se pueden tener ideas diferentes y seguir siendo compatriotas?
Déjame terminar con una reflexión personal. Cuando abrazas a tus hijos por la mañana, cuando te tomas un café con un amigo, cuando contemplas un atardecer desde cualquier rincón de esta península hermosa, ¿de verdad te importa si el presidente del gobierno es de un partido o de otro?
Lo que te importa es que tus hijos tengan futuro, que tus padres estén cuidados, que puedas trabajar dignamente, que cuando te pongas enfermo te curen bien, que cuando seas mayor puedas jubilarte con tranquilidad.
España no es ni de derechas ni de izquierdas, España es nuestra, de todos. Y esa España, la España real, la que se levanta cada mañana para trabajar, la que cuida a sus mayores y educa a sus niños, la que construye y crea y ama, esa España sigue siendo extraordinaria.
Solo necesita que dejemos de odiarla desde la política.
Si has llegado hasta aquí, es que algo de lo que he dicho te ha llegado. Y si te ha llegado, te pido una cosa muy simple: no te quedes callado.
Comparte esta reflexión, habla con tu familia, con tus amigos, con tus compañeros de trabajo. No para convencerlos de nada, sino para recordarles que podemos hacerlo mejor, que podemos ser mejores.
Y la próxima vez que veas a un político atacando al de enfrente en lugar de proponer soluciones, pregúntale con educación, pero con firmeza: “¿Esto arregla algún problema real de la gente?”
Porque al final, la democracia no se arregla sola. La arreglamos entre todos, cada día, con cada conversación, con cada gesto de cordura en medio de tanto ruido.
¿Te apuntas?
PD: Y si eres político y has llegado hasta aquí (cosa que dudo, pero nunca se sabe), permíteme recordarte algo que debería estar escrito en el frontispicio de todas las instituciones: no te hemos elegido para que odies, sino para que resuelvas. No te hemos votado para que ganes, sino para que gobiernes. No te pagamos para que tengas razón, sino para que encuentres soluciones.
Que no se te olvide.