Julián Arroyo Pomeda

El coste de unas elecciones anticipadas y la narrativa del despilfarro público

23 de Diciembre de 2025
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El coste de unas elecciones anticipadas y la narrativa del despilfarro público

Las elecciones autonómicas anticipadas celebradas el pasado 21 de diciembre en Extremadura han reabierto un debate recurrente en la política española: el coste económico de los procesos electorales y la responsabilidad de quienes los convocan. Según las estimaciones difundidas públicamente, la organización de estos comicios ha supuesto alrededor de siete millones de euros para las arcas de la Junta de Extremadura. Una cifra que, por sí sola, ya invita a la reflexión sobre el uso de los recursos públicos, pero que adquiere un tono mucho más polémico cuando se inserta en un discurso que interpreta ese gasto como un despilfarro evitable.

La crítica más dura sostiene que este desembolso no responde a una necesidad institucional, sino a una maniobra política. Desde esta perspectiva, el dinero invertido en la convocatoria electoral no sería un coste inherente al funcionamiento democrático, sino la consecuencia de decisiones personales o estratégicas que podrían haberse evitado. Esta lectura convierte el gasto en un símbolo: no se trata solo de millones de euros, sino de la percepción de que se han empleado para sostener una actuación política considerada errática, innecesaria o fallida.

El lenguaje utilizado en este tipo de críticas suele ser contundente. Términos como “despilfarro”, “grotesco” o “papelón” no buscan describir hechos de manera neutral, sino transmitir una valoración emocional intensa. La retórica se apoya en la indignación como motor argumentativo: si el dinero es público, cualquier uso que se perciba como injustificado se convierte automáticamente en un agravio para la ciudadanía. La crítica, por tanto, no se limita a cuestionar la oportunidad de la convocatoria electoral, sino que la enmarca como un ejemplo de mala gestión o irresponsabilidad.

Sin embargo, más allá del tono, este tipo de discursos plantea cuestiones de fondo que merecen ser analizadas con serenidad. ¿En qué circunstancias es legítimo convocar elecciones anticipadas? ¿Qué margen de discrecionalidad tienen los gobiernos autonómicos para hacerlo? ¿Es razonable considerar el coste económico como un argumento central en este debate, o forma parte del funcionamiento normal de un sistema democrático? ¿Hasta qué punto es justo personalizar un gasto institucional en una figura concreta?

La respuesta a estas preguntas no es sencilla. Las elecciones, anticipadas o no, forman parte del mecanismo democrático y su coste es, en principio, un precio asumido por cualquier sociedad que aspire a renovar periódicamente sus instituciones. Pero también es cierto que la oportunidad política de una convocatoria puede ser objeto de debate, y que la ciudadanía tiene derecho a exigir explicaciones cuando percibe que una decisión afecta a su bolsillo.

Lo que resulta indudable es que el lenguaje político actual tiende a la polarización. La crítica se formula en términos absolutos, sin matices, y la interpretación de los hechos se convierte en un campo de batalla simbólico. El coste de unas elecciones deja de ser una cifra para transformarse en un argumento identitario: para unos, un ejemplo de responsabilidad democrática; para otros, un derroche injustificable.

Porque aquí no hablamos de un gasto inevitable del sistema democrático, sino de una decisión política que ha tenido consecuencias económicas muy concretas. Y cuando una decisión así se toma sin un consenso claro, sin una justificación sólida y sin una demanda social evidente, es legítimo preguntarse si esos millones se han empleado con responsabilidad o si, por el contrario, se han diluido en un ejercicio de improvisación.

La crítica más dura sostiene que este desembolso no es un daño colateral, sino el núcleo del problema. Que no se trata de un coste técnico, sino del precio de un movimiento político que ha obligado a Extremadura a pasar por las urnas sin que existiera una necesidad institucional real. Y cuando se plantea así, el debate deja de ser económico para convertirse en moral: ¿quién asume la responsabilidad de haber cargado sobre los contribuyentes el coste de una maniobra que podría haberse evitado?

El lenguaje que ha surgido en torno a este episodio no es casual. Palabras como “despilfarro”, “papelón” o “grotesco” no aparecen porque sí. Son el reflejo de un malestar creciente, de una sensación de que las instituciones no pueden convertirse en escenarios de ensayo y error, y de que las decisiones políticas deben tener consecuencias cuando afectan directamente al bolsillo de la ciudadanía.

Y es que siete millones de euros no son una anécdota. Son centros de salud que no se abren, infraestructuras que no se modernizan, programas sociales que no se refuerzan. Cada euro gastado en una convocatoria electoral innecesaria es un euro que deja de invertirse en necesidades reales. Por eso la indignación no es solo comprensible: es inevitable.

Lo más preocupante es que este episodio se suma a una tendencia más amplia en la política actual: la normalización de decisiones que se justifican después, cuando ya no hay vuelta atrás. Se convoca, se gasta, se improvisa… y luego se pide comprensión. Pero la ciudadanía está cansada de pagar la factura de decisiones que no ha tomado.

Extremadura no necesitaba unas elecciones anticipadas. Lo que necesita —y lo que exige cada vez con más fuerza— es responsabilidad, coherencia y respeto por el dinero público. Y cuando esos principios se vulneran, la crítica no solo es legítima: es necesaria.

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