Los ladridos ensordecedores de Toribia y Jacoba, las perras de raza alemana que habían encontrado cobijo, luego de ser abandonadas por sus dueños, en la casa de Jorgito, se apagaron para siempre aquel lúgubre y lluvioso 11 de julio.
La lealtad canina, como tal vez otras lealtades, más fidedignas y ejemplares en los hogares dónde la pobreza se explaya a sus anchas, había atravesado una nueva prueba de fuego en Mburucuyá.
Habiendo ingerido comida envenenada no resistieron los pocos minutos para un desvanecimiento que se convertiría en el temible sueño de la eternidad, al que la vida en todas sus expresiones, nos tiene reservado como destino final y fatal.
Lloró Tomás, profusamente, como siquiera hubo de llorar ante la partida de Enrique, su padre, hombre de pocas palabras y de sobrada acción, que había perdido la vida en una reyerta pueblerina, nunca esclarecida por la justicia, que allí tampoco sabía de tiempos e inexorablemente siempre fallaba.
Emilce en pleno ejercicio de rol de madre, postergaba, ante situaciones críticas, sus sentimientos y sensaciones, para mostrarse firme y aguerrida ante su hijo. Con impactante serenidad, le avisó a Jorgito, que el dios de los animales convocó a las perras al maravilloso cielo canino y colocándolas en una bolsa de arpillera, tras santiguarse, las dejó a la vera de un espejo de agua para que la naturaleza hiciera lo suyo.
Jorgito crecía a rebencazos en sentido literal y figurado. Apenas podía determinar su edad en números, sin embargo, su breve tránsito en la tierra, estaba marcado por una inusitada intensidad que tampoco era capaz de comprender del todo.
Cautivo del tiempo y de las acciones que transcurrían en el mismo, era invadido por la extraña sensación de que muy poco podía hacer ante lo que le ocurriese. Su madre que se transformaba con el cinto, que era totalmente otra con Marcelo el visitante de los sábados, se unía en tal extrañeza con su padre, que se convertía con el alcohol y que esa triste noche de Julio, tras la muerte de las perras, develaba su aspecto más vulnerable e infantil.
Cautivo en la escuela, con las enseñanzas que se le obstinaban en imponer, cautivo en las siestas por figuras legendarias como el pombero que le infundaban terror y miedo, cautivo por los sonidos que escuchaba y por los silencios aún más atronadores y resonantes, Jorgito, en el arenal, en su pueblo, estaba sin saberlo, pero sintiéndolo como nadie, también cautivo de sus autoridades y gobernantes.
La voluntad cercenada es aún más efectiva y recalcitrante, cuando sucede a toda hora y momento, en cada instancia nimia y cotidiana, es más determinante y palmaria, cuando impera omnímoda y sin miramientos, cuando abusiva y petulante se aprovecha de niños, mujeres y enfermos.
Ninguna historia oficial recordaría esta guerra sórdida y desigual que libraba Jorgito, como tantos otros, en el arrabal olvidado de un pueblo, que no para pocos, era la composición alegre e inocente de un dios benévolo...
Continuará...