“La muerte de la empatía humana es uno de los primeros signos de una cultura que se desliza hacia la barbarie”, escribió Hannah Arendt. Lo que en su momento era una advertencia filosófica hoy es un diagnóstico certero e incómodo. En buena parte de los servicios públicos, la empatía ha dejado de ser un pilar del funcionamiento institucional para convertirse en un lujo. La ciudadanía, mientras tanto, parece haber asumido esta erosión como una característica inevitable del sistema, como si la deshumanización administrativa fuese un fenómeno meteorológico, molesto, pero inapelable.
Durante los últimos años, el deterioro de los servicios esenciales —sanidad, justicia, servicios sociales, empleo— se ha vuelto tan visible como normalizado. Las escenas son conocidas: páginas web que colapsan, trámites que se repiten sin sentido, líneas telefónicas que jamás responden y sistemas de cita previa que impiden, más que facilitan, el acceso. La preocupación no reside sólo en la ineficiencia, sino en la docilidad con la que una sociedad entera parece haber aceptado el mal funcionamiento como parte del paisaje.
Ir al médico de atención primaria se ha convertido, para muchos, en un recorrido lleno de obstáculos. Las consultas telefónicas sustituyen de manera rutinaria a las presenciales, incluso en casos en los que la fragilidad del paciente exigiría otra cosa. Las listas de espera para especialistas o intervenciones quirúrgicas se prolongan durante meses, a veces años, sin explicaciones claras. La enfermedad, literalmente, debe esperar su turno.
El deterioro no se limita al ámbito sanitario. La justicia arrastra retrasos históricos que comprometen derechos básicos. El acceso a una vivienda digna parece una quimera para la inmensa mayoría de la población. La educación reclama reformas profundas que nunca llegan. En paralelo, la digitalización institucional, presentada como un símbolo de modernidad, ha introducido nuevas formas de exclusión, invisibles en sus mecanismos pero profundamente reales en sus efectos.
La burocracia digital como forma de exclusión
La secuencia que presencié hace unos días en una oficina del SEPE es reveladora de esta transformación. Propia de una escena de la película “Yo, Daniel Blake” (Ken Loach, 2016), una mujer mayor intentaba demostrar que tenía cita mientras enseñaba en su móvil un mensaje de confirmación. Pero un vigilante, más desbordado que autoritario, le explicaba que había olvidado pulsar un enlace concreto y que, por lo tanto, no constaba en el sistema. La señora había viajado desde otra ciudad tras días intentando conseguir una cita allí. La respuesta fue un “Lo siento, así son las normas” repetido con la naturalidad burocrática de quien ya no se sorprende ante estas situaciones.
Poco después, otra señora insistía en hablar con alguien del SEPE tras tres semanas intentando obtener una cita. El desenlace fue idéntico, se marchó sin ser atendida. El vigilante repetía una frase que resume el espíritu de esta nueva burocracia: “Sin cita no puedo hacer nada”.
No son episodios aislados. El pasado 7 de diciembre, el periódico Segre, relataba la peripecia de una vecina de Lérida que tuvo que llevar a su madre de Barcelona a Tremp para poder tramitar la pensión de viudedad por falta de citas. Su padre, entretanto, había fallecido a los 91 años esperando la valoración de Dependencia. Son casos concretos que revelan un problema estructural.
La pregunta es sencilla pero incómoda: ¿tan difícil sería garantizar, en cada oficina, un único mostrador de atención humana que permita, al menos, obtener una cita? ¿Quién diseña trámites que resultan impracticables incluso para personas familiarizadas con la tecnología? La progresiva automatización administrativa ha sido celebrada como un avance, pero para miles de personas representa la sustitución del funcionario por un muro.
Un malestar que recorre la sociedad
La burocracia deshumanizada es solo una expresión de un malestar más amplio. Vivimos en sociedades que alcanzan hitos científicos y tecnológicos extraordinarios, pero que parecen cada vez menos capaces de garantizar respuestas humanas a necesidades básicas. La desconexión entre capacidad técnica y atención real es tan grande que suscita preguntas profundas sobre nuestras prioridades colectivas.
Las desigualdades económicas continúan creciendo. El 1% más rico del planeta acumula más riqueza que la mitad de la población mundial, una brecha que cuestiona la cohesión social. Entre los jóvenes, la incertidumbre se traduce en ansiedad, frustración y una creciente dificultad para imaginar un proyecto vital estable. Los problemas de salud mental aumentan, así como el consumo temprano de alcohol y drogas y, de manera alarmante, las cifras de suicidio juvenil. Cuando una generación entera se enfrenta al futuro con más miedo que esperanza, la sociedad en su conjunto queda debilitada.
Pero quizá el fenómeno más preocupante sea la resignación. La idea de que los servicios públicos “no pueden funcionar de otra manera” constituye una renuncia silenciosa a la exigencia democrática. Cuando los ciudadanos dejan de esperar un trato digno de las instituciones que financian y sostienen, la democracia se convierte en una estructura vacía, un conjunto de trámites que debemos sortear, no una expresión del pacto social.
Arendt tenía razón. La deshumanización no comienza con grandes discursos ideológicos, sino con la erosión cotidiana de la empatía. Con la normalización del sufrimiento ajeno. Con la aceptación de que lo que debería indignarnos es, simplemente, “lo que hay”.
Recuperar la dignidad cívica
Revertir esta deriva no es imposible. Pero requiere un primer paso indispensable: recuperar la exigencia como ciudadanos. Solicitar que una oficina atienda a las personas no es un privilegio, es una condición mínima para que un Estado funcione como tal. Negarse a aceptar trámites inhumanos no es un acto de rebeldía, sino de responsabilidad individual y colectiva.
Las sociedades avanzan cuando la ciudadanía se comporta como tal, no como súbditos que atraviesan circuitos laberínticos absurdos sin cuestionarlos. Podemos y debemos reclamar instituciones que traten a las personas como seres humanos, no como entradas erróneas en un sistema informático. La tecnología debe estar al servicio de la población, no al revés.
El riesgo de no hacerlo no es únicamente que los servicios públicos sigan deteriorándose. El riesgo real es la pérdida progresiva de algo mucho más difícil de reconstruir: la convicción de que todos merecemos un trato digno por el simple hecho de ser ciudadanos. Recuperar esa convicción es, hoy, un acto de higiene democrática.